No puedo decir que “La Vida de los Otros” respondiese del todo a mis expectativas. Quizás soy demasiado exigente, pero con las perlas con el que el Neue Deutsche Kino nos ha premiado los últimos años, uno esperaría de “La Vida de los Otros” mucho más de lo que realmente ofrece.
Me explico. Como retrato fidedigno del horror del totalitarismo, la película es impecable. Reconstrucciones, medios, banda sonora (la pobre música chicle-pop que la RDA intentaba forzar en los oídos de sus conciudadanos para que obviasen el rock americano que les llegaba del Oeste), trazan un cuadro extremadamente consistente del terror a través de la paranoia burocratizada. Se repite como leit-motif a lo largo de toda la película el obvio poder del Sistema (de “ellos”, en un Estado oficialmente “de los obreros y campesinos”) y su capacidad para directamente destruir la vida de los otros. La historia del dramaturgo Feydman es interesante por su excepcionalidad, pero la verdadera clave para ver realmente el peso del Sistema está en las pequeñas historias: la pobre vecina, amenazada con el fin de todos sus sueños (y los de su familia) a cambio de la traición de sus vecinos; el funcionario que ve pasar por delante de sus ojos el fin de su vida tal y como la conoce por el mero hecho de contar un chiste sobre Honecker (y no el mejor); la espantosa seguridad que el niño en el ascensor se hubiera quedado técnicamente huérfano de haberse encontrado con otro agente. El Estado como monstruo, el Estado como Leviatán; el totalitarismo, al fin y al cabo, pero con un agravante: nada de ésto nos encuentra lejanos en el tiempo; yo mismo, sin ir más lejos, estaba vivo durante todo el tiempo en el que se pasa la historia (aunque tampoco muy consciente).
El problema de la película está en la escasa solidez de sus personajes. Son unidimensionales, con pocos matices: el ministro malvado, el jefe perverso, el dramaturgo bondadoso, la actriz desequilibrada. No hay (o al menos yo no lo vi) un atisbo que permita humanizarles o deshumanizarles. El único personaje que ofrece matices es precisamente el protagonista, Gerd Wiesler, porque es el único que evoluciona a lo largo de la película. El actor principal, Ulrich Mühe, ayuda y mucho con su soberbia actuación. La procesión en Wiesler, un ejemplo hasta estereotipado del burócrata prusiano, va por dentro; Mühe hace que aunque no la veamos, la sintamos.
La República Democrática Alemana fue la burocratización definitiva de la paranoia. Una película ha tenido el valor de enfrentarse a la versión “Cuéntame” de la historia que tanto me gustó en “Goodbye, Lenin!” Como documento y enseñanza, imprescindible; como película, tiene su punto. Pero las he visto mejores.
Seguiremos informando.