martes, 22 de marzo de 2011

La fábula del adorable gatito


Imaginemos que vemos por la calle un adorable gatito. Y junto al gatito hay un enorme perro al que el gatito acaba de despertar. El perro estaba profundamente dormido, se ha llevado un susto de muerte, está cabreado en grado sumo y vemos que está más que decidido a convertir al adorable gatito en puré felino.

El amante de los felinos que hay en nosotros salta enseguida: por supuesto que no podemos permitir que el perro se coma al gatito. Los gatitos nos caen simpáticos, nos dan ternura, nos gusta mirarlos en fotos y verlos por la tele, hacemos "oooooh" cuando los vemos, y si los niños pequeños nos preguntan si nos gustan los gatitos, decimos "por supuesto que sí".

Claro que no les hemos dicho a los niños pequeños que la semana pasada dejamos que nuestro dóberman se comiera a un gatito que pasaba por nuestro jardín. Hay una diferencia, al fin y al cabo. Nuestro dóberman es nuestro y cuida del jardín de la casa. El otro perro, en cambio, es un perro feo que ha dado algún que otro problema. Y a pesar de que no nos gusta demasiado tenerlo rondando por el barrio, las más de las veces hace lo que le pedimos, y por eso de vez en cuándo le damos un snack. Uno de nuestros vecinos, de hecho, no quiere ni oír hablar de matarlo: no solo el perro le hace más caso que a nadie, sino que además dice que le sirve para guardar las puertas de su casa.

Así que decidimos apostar por el gatito, pero sin demasiado entusiasmo. Empezamos por lo más sencillo y lo más estúpido: animar al gatito a que vaya allí y mate al perro. Obviamente, el perro no está muy de acuerdo con esa idea, y hace lo que sabe: agarrar al gatito con sus garras y empezar a mascarlo. Eso no es lo que teníamos pensado, así que hacemos otra cosa: empezamos a tirarle piedras al perro desde lejos. Eso hace que el perro deje de masticar al gatito - que aún así está ya bastante jodido y, suponemos, cabreado con nosotros - pero tampoco sirve para matarlo. Más bien le cabrea aún más.

La solución que tenemos delante es evidente: ir ahí, matar al perro de una paliza y llevarnos al gatito a casa. Pero nos entran las dudas. Hace unos años le hicimos lo mismo a otro perro para salvar a otro gatito, y no solo nos tuvimos que comer los mordiscos del perro, sino que además el gato se volvió un joputa de cuidado que nos empezó a morder y a arañar. Dado que el gatito de los huevos nos salió rana, nos hemos prometido a nosotros mismos no volver a llevarnos gatitos a casa.

Entonces, solo nos queda la esperanza de que el perro se canse o se harte y que salga por piernas. Si no lo hace, y nos cansamos o nos hartamos de tirar piedras, lo que vamos a tener es un perro muy cabreado, que no solo va a matar al gatito: lo va a despedazar, comerse las vísceras y tirar los restos por un barranco. Y seguro que lloraremos por el gatito muerto, pero no me cabe duda de que, pasado un tiempo, volveremos a darle snacks al perro asesino.

Porque a pesar de que digamos en voz alta lo mucho que nos gustan los gatitos, en realidad lo que queremos son perros. Los perros son grandes, feos y feroces, pero tienen una virtud: son obedientes. Los gatitos son monos, pero hacen lo que les da la gana. Y en nuestra casa, en nuestro barrio, en nuestro mundo, lo que queremos, desgraciadamente, es obediencia.

Seguiremos informando.

martes, 1 de marzo de 2011

Venga a por ella

Hará unos días unos famosos blogueros empezaron una campaña titulada, de forma bastante original, "No les votes". El argumento de ésta simpática muchachada es que la aprobación de la Ley Sinde (que no es una ley, es una disposición adicional de una ley más compleja y bastante más importante, así que empezamos bien) demuestra empíricamente que PP y PSOE son lo mismo y que actúan en malvada comandita en colusión con los intereses reales del pueblo, o, por lo menos, del pueblo con Twitter. En consecuencia, el pueblo, es decir, el pueblo con Twitter, debe mostrar gráficamente su repudio a ésta agresión no votando a los dos partidos mayoritarios.

Mucha gente cercana al PSOE se lo ha tomado a cashondeo. Especialmente hilarante es la campaña paralela "No compres yates", basada, según sus organizadores, en el mismo principio: negarse a hacer algo que no se tenía pensado hacer desde el principio.

Yo, como soy de esa clase de cretino que se toma la democracia en serio, prefiero, por principio, no reírme de la gente así de cara. Es mejor detenerse un poco, escuchar sus argumentos, intentar comprenderlos y, una vez comprendidos, tener más y mejor material para, si está justificado, partirme la caja con ellos en condiciones.

Mi principal problema con la campaña "No les votes" reside en su simplicidad. Sí, sé que sus organizadores se han lanzado a explicar, por activa y por pasiva, que la campaña no se detiene en pedir que no se vote: que se proponen soluciones constructivas, etcétera. Pero es que lo que la gente ve, en Twitter y en todas partes, es un simple mensaje: #nolesvotes. Eso son once caracteres de información: ochenta y ocho bits. Hay programadores de cafeteras más complejos que eso. Y lo que hacen esos ochenta y ocho bits, por más que los que lo pusieron ahí intenten complementarlo con millares de bits más en decenas de artículos explicándose, es perpetuar el mensaje favorito de la derecha en general y de la española en particular, que nos llevan martilleando en la cabeza desde, sin exagerar, siempre: los políticos, sin excepción, son una casta aparte, dedicada a robar, mentir e ignorar los intereses del ciudadano corriente.

Ese tópico es, a mi humilde entender, el mayor enemigo de la democracia. Punto. Convertir a los políticos, es decir, a la gente que elegimos para que nos gobierne, en "ellos", en "esos", es crear una barrera infranqueable, un muro de Berlín, un apartheid social que divide a la "gente normal", es decir, los ciudadanos de a pie, de "los políticos", esos seres malvados, lamebotas y vendidos, que impiden el bienestar del pueblo, la paz en el mundo, y que no podamos ver la tercera temporada de "Glee".

Por cierto, un disclaimer: Soy consciente de que mi opinión sobre la protección de la cultura en Internet ha sido abiertamente neurasténica, pero mi posición actual está a favor de la piratería - lean mis artículos anteriores sobre el tema - y siempre he dudado de la oportunidad política de la aprobación de la "ley" Sinde. Así que no es que esté en contra de ésta muchachada por socialista: lo estoy por demócrata.

Eso también me permite recordar a los fumboleros (los que ven la política como una suerte de carreras de cuádrigas constante y que están con su equipo (léase partido) "manquepierda") que la culpa del desprestigio actual de la política no es, ni mucho menos, exclusividad de la derecha. Todos los partidos políticos en general, sin excepción que yo conozca, han fallado en algún momento a los ciudadanos en dos de sus funciones más importantes: primero, incentivar a los ciudadanos a ser políticamente activos, más allá del mero acto de votar; y segundo, y más sangrante, en su función de selección de élites. Los partidos políticos deberían ser estructuras destinadas a canalizar a la ciudadanía políticamente activa para que ésta pueda ejercer su derecho constitucional de participar en la vida pública de la forma más plena posible: y deberían ser estructuras destinadas a seleccionar a los hombres y mujeres más capaces, inteligentes, humanos, honrados y cabales para ocupar las máximas posiciones del Estado.

Desgraciadamente, eso, que yo sepa, no sucede. La mayor parte de la culpa la tiene el desprestigio de la política: como bien me dijo una vez mi estimado amigo Hidalgo, si todo el mundo piensa que en política solo hay trepas y engañados, en política solo se van a meter los trepas y los engañados. Pero es que tampoco hacemos fácil la vida a los que superan esos tópicos y se interesan por participar. Entrar en una agrupación política es, salvo excepciones,
desanimador en el mejor de los casos y desesperante en el peor. Normalmente uno se encuentra al entrar con un culebrón épico de rivalidades internas, o con ocho personas llevándose a la perra con otras siete por cuatro sillas; un mundo donde invariablemente hay un núcleo de cretinos extremistas para los que toda duda es una disensión y toda divergencia es una traición; un mundo, en suma, donde hay que tragar quina a paladas para poder hacer algo constructivo, y donde parece que todo el mundo conspira para abofetear al bienintencionado. No todo el mundo aguanta, y menos la gente con talento, que puede estar haciendo cualquier otra cosa más reconocida y mejor remunerada y no tragar tanta bosta.

En consecuencia, no es sorprendente que entre los que ocupan cargos públicos hayan cretinos y ladrones. Lo sorprendente, e increíble, es lo contrario, es decir, que haya tanta gente increíblemente brillante, honrada e inteligente ocupando cargos de relevancia ahora mismo. Desafortunadamente, a los ojos de los ciudadanos ésto no basta. Cada político honrado, cada político inteligente, paga en carne propia el hecho de que haya otros que no lo son. Cada caso de podredumbre política sirve para enterrar un poco más la reputación de la gente que trabaja en serio al servicio de los ciudadanos.

Ante ésta situación, la respuesta más fácil y reconocidamente popular es asumir la tesis de que todos son iguales y que lo que hay que hacer es pasar del sistema. Pero lo que no cuenta nadie es que el hecho de ignorar el sistema no altera un ápice ni su funcionamiento ni su existencia. El negarse a participar implica reconocer tácitamente que las cosas van bien como están. Y dejar la democracia en manos de los fanáticos, de los acríticos, de los que votan mecánicamente y sin pensar, es decir, de la misma gente que hace que el sistema esté como esté, y que, como bien sabemos, son mayoritariamente de derechas.

Otra gente propugna la revolución. Consideran que no hay forma de cambiar un sistema que les oprime, y que la única forma de acabar con la opresión es derribarlo. Muy bonito, pero toda revolución implica que los oprimidos pasan a ser opresores y al revés, y lo que queremos aquí es acabar con la pelea, no perpetuarla. Y, no, lo de exterminar a los oprimidos no funciona, y desgraciadamente, no es porque no se haya intentado.

Una persona que se considere a sí misma interesada en política nunca debe ignorar o despreciar el descontento de un ciudadano. El descontento es el principio motor de cualquier acción política. El descontento implica que no se está satisfecho de una situación. Pero el descontento solo no basta. El descontento solo no hace nada, solo existe en su mundo quejoso.

El desprecio a la política del que hablamos es el que lleva a muchos ciudadanos españoles, perfectamente capaces de colaborar en hacer de éste país un lugar mejor, a considerar que su responsabilidad para con éste país nuestro empieza y termina en su capacidad de reclamar de lo que está mal. Al fin y al cabo es la única posición donde uno será unánimemente aplaudido. Defender algo, trabajar por algo, luchar por algo, ah, amigos, eso es otra cosa muy distinta. Implica salir a la palestra, tomar partido, discutir y, sí, ser insultado y despreciado.

Permítanme que les recuerde una cosa: los políticos no son una especie alienígena. Si no le gustan los políticos, se puede ir más allá de elegir otros: usted puede ser uno de ellos. Si no le gustan los partidos que hay, funde uno. Si cree usted que el PSOE (por ejemplo) debería ser más de izquierdas, vaya a su agrupación más cercana, afíliese y defienda sus ideas.

Si realmente no le gusta como las cosas se llevan en éste país, si usted de verdad quiere que España sea un país más justo, más democrático, más honrado, un país donde todos tengan derecho a la sanidad pública, a la educación pública y a ver episodios de los Soprano en DivX con pésimos subtítulos argentinos, salga ahí y de la cara. Lleve sus ideas a la calle, a los congresos del partido, al Congreso de los Diputados.

Porque no sé si se ha dado cuenta, los reaccionarios ya lo han hecho. Activos, ubicuos, movilizados, luchan a diario porque España sea una seudoteocracia anarcocapitalista, donde solo haya tres certidumbres en la vida: Dios, Patria y Libertad de Mercado. Ellos se están moviendo. Y es de ellos que debería preocuparse.

Porque ahí sentado, con esos ochenta y ocho bits de rebeldía de palo, no va a conseguir más que ver como esas pequeñas libertades que teme perder no van a ser nada comparadas con las libertades que va a perder de verdad.

La democracia representativa funciona cuando nos importa. Es suya. Venga a por ella.

Seguiremos informando.