Por mucho que ahora todo aquél que pueda arrimarse a un micrófono lamente a voz en cuello su muerte, Lech (
Pili) Kaczyński era un cretino, un carcatólico y un facha de cuidado, cuyo odio cerril a todo lo ruso estuvo a punto de reventar con la Unión Europea (ná menos) un par de veces y que sólo no tocaba más las bolas porque el puesto de Presidente de la República de Polonia es más o menos testimonial. (Su hermano, Jarosław (
Mili), llegó a ser aún más molesto, si cabe, en su mandato como Primer Ministro. De hecho, la tarea del actual primer ministro, Donald Tusk, conocido por ser el único polaco cuyo nombre es ligeramente pronunciable, se ha basado en apagar los innumerables incendios que la patética gestión de los Hermanos Calatrava fue dejando a su paso.)
¿Qué pasó éste fin de semana? ¿Como llegó a estar el Presidente en ese avión y por qué se cayó? Como todo en la Historia de Polonia, erigida como pocas en la épica de la derrota, la catástrofe y el resentimiento, nos tenemos que remontar a muchos años atrás.
Cuándo pensamos en "invadir Polonia" la imagen que nos viene a la cabeza es la de Panzers corriendo a toda mecha por las llanuras silesias al son de la Cabalgata de las Valkirias, ayudados por ruidosas hordas de Stukas, mientras unos pobres
onvres a caballo intentan, sable en mano, contener la invasión - fracasando estrepitosamente. Nos solemos olvidar, de forma bien conveniente, que Hitler sólo invadió Polonia una vez firmado el
Pacto Ribbentrop - Molotov, que dentro de la más rancia tradición europea dividía Polonia entre Rusia y Prusia (que era lo que era la Alemania de entonces.)
Así pues, diecisiete días después de que la Wehrmacht y la Luftwaffe empezaran a fostiar convenientemente a todo polaco que se encontraron por el camino, los ejércitos soviéticos invadieron la parte del país que les correspondía, encontrando, naturalmente, una resistencia bien blandita.
Pero los soviéticos venían con ganas de marcha. Si para los nazis los polacos eran nada más que un estorbo, para la Unión Soviética Polonia fue la piedra en la cuál tropezó la Revolución de 1917. Como recordarán, en aquellos días de octubre, con Trotsky suelto y a la cabeza del Ejército Rojo, la consigna era "Rusia hoy, mañana el mundo" y la intención manifiesta era, una vez consolidado el poder soviético en Rusia, barrer Europa para iniciar la revolución socialista mundial. Hermosos sueños revolucionarios que se fueron al traste
a las puertas de Varsovia, en 1920. La derrota en la Guerra Ruso-Polaca fue un durísimo golpe para el orgullo nacional y el prestigio del Ejército Rojo; el fracaso también terminó de minar la salud de Lenin, que de ahí en adelante solo iría cuesta abajo. Y aunque a Stalin la derrota, paradójicamente, le fue útil (con Lenin enfermo y Trotsky desacreditado, él mismo se puso a la cabeza en la carrera por la sucesión), el generalísimo comprendía que usar a los polacos de
punching-ball sería estupendo para recuperar la moral de un Ejército Rojo minado hasta el hueso por las incesantes purgas.
Así pues, el Politburó (o sea, Stalin) ordenó que el Ejército Rojo se ocupase, literalmente, de que esos polacos no volviesen a tocar los cojones. Y, naturalmente, eso se hizo al estilo de nuestro osetio bigotudo favorito. Básicamente se barrió la zona de ocupación, se recogió a todo polaco que fuese alguien (militares, catedráticos de universidad, médicos, abogados, ingenieros, escritores, periodistas) y que no hubiese tenido la suerte de escapar, y se les fusiló sumariamente en un bosquecillo cerca de Smolensko llamado Katyn. Se calcula que se fusiló a 22.000 personas (permítaseme repetirlo: veintidós mil personas) entre ellos, la mitad de la oficialidad del Ejército polaco.
En 1943, dos años después de invadir Rusia, los alemanes se toparon con las fosas comunes, e inmediatamente las utilizaron como prueba definitiva de la crueldad bolchevique. Por desgracia, el resto del mundo no se tomaba muy en serio cualesquiera noticias que llegasen de Berlín en aquella época - que los nazis acusasen a alguien de cruel resultaba irónico por lo menos - y Stalin, con ese rostro suyo esculpido en mármol de Ufaley que Dios le había dado, proclamó que quiénes habían fusilado a todos aquellos polacos habían sido los nazis. Nadie le creyó demasiado (el gobierno polaco en el exilio cortó relaciones con Moscú, movimiento que luego le sería
fatal) pero como por aquél entonces los únicos que estaban pegándose en serio con los nazis eran los soviéticos, los aliados de aquél entonces lo dejaron pasar, como tantas otras cosas.
Luego acabó la guerra, los soviéticos se quedaron con un tercio del territorio polaco de preguerra (para compensar, se les dio a los polacos un bocado gigantesco de la Alemania de preguerra: por increíble que pueda parecer, en ésta los polacos salieron ganando) e inmediatamente se instaló un gobierno que comía de la manita de Moscú y, por supuesto, no tenía ningún interés en discordar de la versión moscovita sobre los acontecimientos de Katyn.
Imagínense como fue para los polacos, que ya detestaban de por sí a los rusos, pasar 44 años bajo un gobierno para el cuál Rusia era la madre, la hermana y la fuente de todo bien. Obviamente, toda oposición tenía imbricada un fortísimo componente antirruso. Cuando finalmente el comunismo se fue al pedo, la nueva generación de gobernantes polacos tenían en común un catolicismo militante y fervoroso y un odio cerril a rusos y a rojos por igual.
Los gemelos Kaczyński eran representantes de manual de esa nueva über-derecha centroeuropea. Ya escribí sobre sus fechoridas hará unos años (de forma bastante
brusca) y, desde entonces, efectivamente, Jarosław perdió las elecciones (contra un partido menos de derechas - así es como van las cosas por ahí) y el sustituto de Lech, que iba a ser elegido éste año, tampoco parecía que iba a ser de su partido.
En todo caso, una de las obligaciones de la Polonia pos-Kaczyński era integrarse en la nueva política europea de "vamos a llevarnos bien con Rusia", política incentivada por el inevitable corolario de "o si no, verás" derivado inmediatamente de ésta primera frase. Ayuda el hecho de que el gobierno ruso funciona en plan poli bueno (el presidente Medvedev), poli malo (el primer ministro Putin) y que mientras Vladimir Vladimirovich fostia a todo lo que se mueve, sean georgianos o chechenos, Dmitri Anatolyevich, ante Obama o ante Durão Barroso, es todo sonrisas. Pero para que los polacos pudiesen ser finalmente empujados al redil y todos pudiésemos, al fin, respirar tranquilos, Rusia tuvo que hacer una concesión. Lo han adivinado: Katyn.
Cuándo se abrieron los archivos del KGB, en 1990, salieron a la luz todas las guarreridas del estalinismo. Y la reacción de los rusos, en general, se limitó a decir: "Uy, pues al final sí va a ser que..." Y, naturalmente, cuándo los represaliados de los innumerables gulag fueron a quejarse, la respuesta del Kremlin fue: "¿Quién, nosotros? ¿Han visto esa bandera de ahí arriba? ¿Tiene una hoz y un martillo? ¿A que no? Pues nosotros no fuimos" una posición que, aunque indudablemente ahorra problemas, tampoco hace muchos amigos.
Desde 1990 la postura rusa pasó del "fueron los nazis", al "fuimos nosotros con los nazis", "mitad y mitad", "más o menos", "fue Stalin", "fue el KGB", en todo caso siempre con la boca pequeña. Insatisfactorio para los polacos, que no se conformarían con menos que lo que hizo
Willy Brandt en 1970.
En todo caso, cuándo Vladimir Vladimirovich, en un gesto de buen rollo, declaró estar dispuesto a acudir a una ceremonia de conmemoración por el 70 aniversario de la masacre, el primer ministro Tusk saltó inmediatamente para apuntarse: ansioso por sacar a Polonia del gueto en el que le metieron los Kaczyński, su principal preocupación es llevarse bien con Bruselas. Y así, el miércoles pasado, se celebró una ceremonia solemne con ánimo de reconciliar definitivamente a nuestros pueblos hermanos, etcétera, etcétera.
Pero faltaba alguien. El de siempre.
Al bueno de Pili Kaczyński la tal ceremonia en Katyn le parecía una humillación y una tontería. Lo que el buen hombre quería, ni más ni menos, era que Rusia, la odiada Rusia, se diese latigazos en el pecho para redimir su culpa. Al conformarse con unas disculpas, así, sin más, Polonia cedía, una vez más, ante Rusia. Y por eso no quiso apuntarse al plan de Tusk. Él iría por su cuenta, otro día, más tarde.
Imaginemos la situación. El presidente no quiere sino ir, dejar su corona y darse el piro; no quiere pasar en Rusia más tiempo de lo imprescindible. Y van y le dicen que en el aeropuerto - aunque llamarlo aeropuerto es ser bondadoso: es una pista de aterrizaje y un par de hangares - hay demasiada niebla: proponen (más bien ordenan) ir a un aeropuerto donde se pueda aterrizar con niebla y hacer el resto del trayecto (unos 300 km) en coche. Kaczyński debió maldecir en polaco: ¿encima que me hacen venir aquí, cuatro horas de coche por carreteras secundarias? La orden debió ser clara: sigue intentándolo hasta que no haya más remedio. Y no lo hubo.
Llegamos así a que el presidente de la República de Polonia, uno de los hombres más furibundamente antirrusos de Europa, muere en Rusia, en un avión ruso, yendo a conmemorar uno de los momentos más bajos de la historia de Rusia.
Sabiendo que la über-derecha polaca, cuándo estaba en el gobierno, llegó a publicar que la oposición estaba conchabada con terroristas islámicos para contrabandear ántrax, y sabiendo que Vladimir Vladimirovich no se anda con chiquitas (que se lo digan al pobre Litvinenko) no hace falta ser un lince para darse cuenta de que en algún momento alguien acusará a los rusos de asesinato. Y se va a cagar la perra.
Seguiremos informando.