Hace cien años justos, el 21 de noviembre de 1910, cuatro acorazados de la Marina Brasileña, el Bahia, el Deodoro, el Minas Geraes y el São Paulo, se amotinaron en pleno puerto de Rio de Janeiro, por aquél entonces la capital del país. Ésta es su historia.
De todas las instituciones brasileñas de principios de siglo, la Marina era, probablemente, la más conservadora. De hecho fue la Marina quien se sublevó contra la naciente república brasileña en un intento frustrado golpe de estado, en 1893-94. Aunque el intento de golpe fracasó, la estructura social y organizativa de la Marina siguió siendo la misma que en los tiempos del Imperio y de los barcos a vela: una oficialidad blanca y rica y una marinería abrumadoramente negra y pobre, la mayoría, esclavos libertos reclutados forzosamente. Y ésto, en un país que había abolido la esclavitud hacía menos de veinticinco años, abría inmensas potencialidades para abusos de toda clase.
La Marina Brasileña se había construido en los moldes de la Royal Navy y en ella se inspiró en los métodos de disciplinar, que implicaban castigos corporales de toda clase, especialmente latigazos, cuantos más y más humillantes mejor.
En 1906 se botó el HMS Dreadnought, el primer acorazado moderno, que dejó obsoletos a todos los barcos de guerra anteriores. Brasil, que había ordenado la construcción de dos barcos en los astilleros de Barrow-on-Furness, al ver el nuevo acorazado ordenó a la naviera que adaptase las quillas ya existentes a los nuevos diseños. Eso hizo que Brasil cobrase ventaja en la carrera por la construcción de acorazados que se desató en todo el mundo, y con la botadura dos nuevos barcos, el Minas Geraes y el São Paulo, Brasil se había convertido en el tercer país del mundo al tener acorazados, solo por detrás de Gran Bretaña y de los Estados Unidos.
Sin embargo, a pesar de estar sin duda entre los barcos más modernos del mundo, los métodos y formas de la oficialidad seguían siendo los mismos y crueles de antaño. Éste contraste quedó aún más evidente cuando los nuevos barcos partieron a hacer maniobras en el Mar del Norte junto con la flota británica, y los marineros brasileños entraron en contacto con sus colegas de otras partes del mundo. Los marineros brasileños supieron, así, que en Gran Bretaña el látigo estaba en desuso desde hacía décadas, que sus colegas europeos eran respetados y con una paga decente, y que en Rusia se había amotinado un acorazado contra las condiciones de vida y su tripulación había logrado huir relativamente sana y salva.
Nada de ésto pasó inadvertido para los marineros brasileños, que volvieron a casa calentitos con la situación. Se empezó a planificar un motín para el 25 de noviembre de 1910, diez días tras la toma de posesión del nuevo presidente Hermes da Fonseca. Pero la noche del día 19, uno de los marineros del Minas Geraes fue detenido tras traer a bordo aguardiente y atacar con una navaja al cabo que lo denunció, y condenado, no a los 25 latigazos de rigor, sino a 250, con toda la tripulación firmes en cubierta y con redoble de tambores. La visión de aquello fue el colmo, y la noche del 22 al 23 de noviembre el Minas Geraes se amotinó. Pillaron al capitán por banda y le mataron a culatazos y a disparos, así como a los oficiales que tuvieron la mala idea de asomarse a ver qué pasaba. Uno de ellos huyó al São Paulo y avisó al resto de la oficialidad, que hizo lo que tenía que hacer: huir a puerto lo más rápidamente posible. Sin sus oficiales, el resto de la flota fue sublevándose a lo largo de la noche.
Si ustedes han visto alguna vez un mapa de Rio de Janeiro, verán que no hay ningún punto - al menos ningún punto importante - que no esté a más de un kilómetro de la costa. Liderados por João Cândido, conocido como el Almirante Negro, los sublevados amenazaron con bombardear la ciudad. Mientras el nuevo gobierno prometía firmeza, el Congreso, más sensato, vio que sería imposible mostrar firmeza cuando el enemigo está a dos kilómetros de tu sede con cañones que llegan hasta tal punto, y les amnistió. Al final el Gobierno abolió los castigos corporales y prometió perdonar a los marineros que entregasen las armas.
Solo una semana más tarde, el Gobierno aprovechó una sublevación menor de la Infantería de Marina - que también sufría con los castigos corporales - para lanzarse a hierro y fuego contra todos los sublevados, acusándolos de colaborar con la rebelión. Unos fueron deportados a recoger caucho en la Amazonía, pero la mayoría fue encarcelada en una prisión naval: a dieciocho de ellos se les metió en una celda excavada en la roca y se les echó cal viva. De los dieciocho solo sobrevivieron João Cândido y otro más. Después de esa pesadilla, acabó en un manicomio, como "loco indigente". En 1912 se le juzgó y fue absuelto. Solo fue perdonado de todos sus cargos en 2008, por decreto presidencial.
Y es ese el problema: aún hoy, el Gobierno brasileño no se atreve a celebrar la Revuelta del Látigo y lo que supuso para la historia de Brasil, porque, según las Fuerzas Armadas, lo que pasó aquella primavera de 1910 fue simplemente una "ruptura de la jerarquía", el peor crimen que puede hacer un militar.
Quedan para la historia las palabras de Aldir Blanc y João Bosco, autores de "El Maestre-Sala de los Mares", tema que preside éste artículo: "Salve el Navegante Negro, que tiene por monumento las piedras pisadas en el muelle."
Seguiremos informando.
1 comentario:
Por fin una entrada de las que nos gustan a algunos. Aunque, ya que estabas, podías haberte dejado llevar y narrárnoslo con más literatura, que la historia lo merece.
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