El 1 de enero entró en vigor en Irlanda la nueva Defamation Act, o Ley contra la difamación, que sustituye a otra de 1961. Gentes a lo largo y ancho de Europa han saltado en contra de la nueva ley, el último, Ignacio Escolar, en una columna que está muy bien hasta que en la segunda mitad se sale de madre en un curioso espíritu de año nuevo. La reacción viene, naturalmente, porque en tiempos tan conturbados en lo religioso una frase como "se prohibe la blasfemia" viene a simbolizar el paso atrás que Europa da ante la presión de la Segunda Contrarreforma wojtylo-ratzingeriana.
No sé si el redactor de El País (o don Ignacio) se ha dado al trabajo de ir a la página del Oireachtas (el parlamento irlandés) y comparar la nueva ley con la antigua. Probablemente no, pero aquí estoy yo para someterme a éstos masoquismos por ustedes.
Creo que a éstas alturas es innecesario recordarles que Irlanda nunca ha tenido la legislación más avanzada de Europa en materias sociales, precisamente. El nacionalismo irlandés del Fianna Fáil, que ha gobernado en la República durante treinta y siete de los últimos cincuenta años, siempre ha considerado el catolicismo como parte esencial de la nacionalidad irlandesa, y siempre se ha mostrado más que sumiso a las órdenes de Roma.
La prohibición al aborto en Irlanda está incluida en la Constitución por un referéndum en 1983; el divorcio sólo se legalizó en 1996 (¡!)- y tuvo que ser por referéndum, porque también estaba prohibido por la Constitución.
Así pues, no es de extrañar que, hasta el 31 de diciembre del año pasado, si yo me cagaba en Dios por escrito en un texto publicado en la República de Irlanda, podría ser condenado hasta dos años en el trullo o hasta siete de arresto menor.
La nueva ley, de hecho, mejora la anterior, al eliminar la pena de prisión por blasfemia; pero el problema está en dos palabras en el nuevo artículado: "to utter".
"To utter" es, dentro de la sutileza de los verbos anglosajones, un verbo complicado de traducir. Podría decirse que "to utter" es pronunciar la mínima expresión articulada de una palabra: decir algo, aunque por lo bajo.
En 1961 no había televisión en Irlanda, y que alguien pudiese blasfemar en Radio Éireann era tan plausible como que hoy diez cardenales-arzobispos abandonasen el solideo, se pusiesen un vestido largo de lamé y una peluca pelirroja y se presentasen a diario en el Teatro Argentina de Roma como Le principesse de la Chiesa. La nueva ley, en efecto, extiende la prohibición de blasfemar de la prensa a la radio y a la televisión, pero lo hace de manera tan torpe que si hoy un irlandés se martillea en un dedo y se caga en el Santísimo Copón, le pueden caer hasta 25.000 leuros de multa.
Es terrorífico, pero lo peor es que es un progreso; así que no es cuestión de ir, como hace Ignacio Escolar, a decir que por culpa de Ratzinger ésto es Irán y aquí llega la Sharia contra los pecadores de la pradera. Veo francamente dudoso que la ley se aplique en su totalidad, a excepción de algún pobre hombre que se exalte demasiado en The Late Late Show.
En Irlanda, como aquí, es cuestión de tiempo. Y que la inteligencia y la razón se sobrepongan a los embates de la Contrarreforma. Estaremos en ello.
Y seguiremos informando.
No sé si el redactor de El País (o don Ignacio) se ha dado al trabajo de ir a la página del Oireachtas (el parlamento irlandés) y comparar la nueva ley con la antigua. Probablemente no, pero aquí estoy yo para someterme a éstos masoquismos por ustedes.
Creo que a éstas alturas es innecesario recordarles que Irlanda nunca ha tenido la legislación más avanzada de Europa en materias sociales, precisamente. El nacionalismo irlandés del Fianna Fáil, que ha gobernado en la República durante treinta y siete de los últimos cincuenta años, siempre ha considerado el catolicismo como parte esencial de la nacionalidad irlandesa, y siempre se ha mostrado más que sumiso a las órdenes de Roma.
La prohibición al aborto en Irlanda está incluida en la Constitución por un referéndum en 1983; el divorcio sólo se legalizó en 1996 (¡!)- y tuvo que ser por referéndum, porque también estaba prohibido por la Constitución.
Así pues, no es de extrañar que, hasta el 31 de diciembre del año pasado, si yo me cagaba en Dios por escrito en un texto publicado en la República de Irlanda, podría ser condenado hasta dos años en el trullo o hasta siete de arresto menor.
La nueva ley, de hecho, mejora la anterior, al eliminar la pena de prisión por blasfemia; pero el problema está en dos palabras en el nuevo artículado: "to utter".
"To utter" es, dentro de la sutileza de los verbos anglosajones, un verbo complicado de traducir. Podría decirse que "to utter" es pronunciar la mínima expresión articulada de una palabra: decir algo, aunque por lo bajo.
En 1961 no había televisión en Irlanda, y que alguien pudiese blasfemar en Radio Éireann era tan plausible como que hoy diez cardenales-arzobispos abandonasen el solideo, se pusiesen un vestido largo de lamé y una peluca pelirroja y se presentasen a diario en el Teatro Argentina de Roma como Le principesse de la Chiesa. La nueva ley, en efecto, extiende la prohibición de blasfemar de la prensa a la radio y a la televisión, pero lo hace de manera tan torpe que si hoy un irlandés se martillea en un dedo y se caga en el Santísimo Copón, le pueden caer hasta 25.000 leuros de multa.
Es terrorífico, pero lo peor es que es un progreso; así que no es cuestión de ir, como hace Ignacio Escolar, a decir que por culpa de Ratzinger ésto es Irán y aquí llega la Sharia contra los pecadores de la pradera. Veo francamente dudoso que la ley se aplique en su totalidad, a excepción de algún pobre hombre que se exalte demasiado en The Late Late Show.
En Irlanda, como aquí, es cuestión de tiempo. Y que la inteligencia y la razón se sobrepongan a los embates de la Contrarreforma. Estaremos en ello.
Y seguiremos informando.
1 comentario:
No me toques la Contrarreforma, que esos embates de los que hablas son contra el luterano. Me parece a mí que bueno volviste tú de Flandes...
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