Un blog es un registro personal - y últimamente no tengo ganas de escribir. Puede decirse que he perdido el sentido de la novedad: en mi opinión, ya he escrito, directa o indirectamente, sobre casi todo lo que sucede ahora mismo, y no me apetece reiterarme, una vez más, en lo cretino que puede llegar a ser el bigotismo y otras barbaridades de las que ya tienen sobrada cuenta en ediciones anteriores. Ésta pachorra tiene una consecuencia indeseada: por uno - salvo que ocurra algo ésta tarde que me obligue a ponerme frente al ordenador - no voy a llegar a la marca de 167 artículos que me puse en 2008.
En 1999, yo acababa de cumplir los 18 - era igual de alto, estaba bastante más delgado y tan torpón como ahora, quizás más. Estaba en mi último año de instituto y llevaba con mi amigo Deivid el periódico Primera Página - notable eufemismo para un fanzine tamaño cuartilla, hecho a puro huevo en Word 97 en un (ya) arcaico 486, impreso en la fotocopiadora del mismo instituto (en una encomiable componenda con el poder establecido que posteriormente me daría algún disgusto). Sinceramente, ahora mismo no me acuerdo de la Nochevieja de 1999; más que probablemente la pasase en casa de mi abuela - como pasaré ésta - pero no recuerdo qué hice después.
Y, desde entonces... montones de cosas. Poniéndome especialmente cínico tocahuevos, podría pensar que, cuándo sea viejecito y tenga nietos (siempre y cuándo mis arterias me lo permitan) les tendría que resumir la década de 2000 como la década que el abuelo se pasó intentando ligar sin conseguirlo (y, conforme sean mayores, podré ir utilizando palabras más soeces) pero es mentira. Sí, en efecto, me he pasado los últimos diez años enamorándome como un cretino de quién no debía (o sí debía, pero en todo caso ellas no tenían la misma opinión), pero han pasado muchas más cosas.
Me veo a mí mismo una tarde de final de verano en mi casa, recopilando un enésimo CD de música, cuándo entró mi madre por la puerta diciendo que una avioneta se había accidentado en Nueva York - pusimos la tele, y horas más tarde, ya de noche, recuerdo perfectamente el momento en el que, al por fin despegarme del televisor, volví a la habitación y encontré el ordenador, aún encendido, como un recordatorio de que el mundo seguía existiendo, a pesar de las anteriores cinco o seis horas.
Me veo en casa, una mañana nubosa de marzo - no había ido a la facultad todavía porque aquél día había huelga de estudiantes, pero pretendía ir a Dadillos más tarde - viendo en la tele pequeña del cuarto las noticias que llegaban desde Madrid. Recuerdo, en medio de la conmoción, recomendar a mi madre que llamase a mi abuela y a mi tía en Brasil, para que supiesen de nosotros antes de que pudiesen encender la tele. Recuerdo cuando, al día siguiente, con todo el mundo todavía en shock, Polo entró en Dadillos y contó un chiste - ahí supe que íbamos a salir de ésta. Me veo con muchos de los que hoy son mis mejores amigos en lo que hoy es un kebab en Plaza España, viendo la lluvia caer tras los cristales - me habían medio convencido de no ir a la manifa, pero la otra mitad de mí estaba ahí, torturándome. Me veo tras una boda, el 13, en Navacerrada, cínico y amargo como pocas veces he estado, diciendo a todo aquél que quisiera oírme que "éstos van a decir que ha sido ETA hasta el lunes por la mañana". Y, hasta el último minuto, creí sinceramente que Acebes y su panda se la conseguirían colar a los españoles.
Me veo a mí mismo, noche cerrada por la Voorschoterlaan vacía, intentando contener las lágrimas mientras buscaba, desesperado, una cabina de teléfono: mi abuelo había sido encontrado muerto, en el apartamento donde vivía solo; siendo Brasil en Carnaval no lo encontraron hasta el miércoles de Ceniza - cuándo los vecinos por fin volvieron a casa y notaron el olor. Y me recuerdo mascullando impotente que nadie se merecía morir de esa manera, menos aún mi abuelo, que con todos sus defectos, siempre había sido una buena persona.
Y, sí, también tengo buenos recuerdos.
Me veo a mí mismo, el 27 de diciembre de 2004, mirando apesadumbrado por la ventana de mi casa, con miedo de que la furgoneta que me recogería para llevarme a la tele - donde, por primera vez en mi vida, aparecería en un concurso - quedase atascada por la impresionante nevada de aquella noche. Recuerdo perfectamente al macarra cretino que se reía de mí a mis espaldas - él se llevaría un bocata de chopped, yo 25.000 euros. Recuerdo intentar sacar una reacción digna a la victoria en fracción de segundos (naturalmente, no lo conseguí). Recuerdo llamar a mi abuelita y decirle que había ganado; y ella, ya de natural desconfiada, más todavía un Día de los Inocentes, no se lo creyó hasta que lo vio por la tele.
Me veo en la Place des Arts, mi primera noche en Montreal, escuchando el primer concierto de Beau Dommage en diez años, sentado al lado de un estanque; recuerdo perfectamente el momento en el que sonó Harmonie du Soir à Chateauguay, y toda la plaza empezó a cantar, en un susurro, y al unísono. Recuerdo el sábado de agosto más glorioso de la historia de Ottawa y como estaba allí para acogerme.
Me veo en el Cabo da Roca, en camiseta corta con un viento que cortaba el alma, pero rodeado de amigos en lo que probablemente es el atardecer más glorioso de Europa.
Me veo en la Plaza Mayor escuchando a Goran Bregović en directo por primera vez, levantando los brazos y riéndome a carcajadas del puro regocijo, para después tener que salir corriendo en pos del último autobús a Villalba - y no llegar.
Veo a mi tía llorando y temblando de emoción cuándo le dijimos que no, que lo de la furgoneta alquilada era mentira, que lo que íbamos era a un crucero por el Mediterráneo.
Y, sí, y por más que no deba y me pese y sea indispensable que lo deje atrás lo antes posible, me veo en una entusiasmada noche de diciembre, recapitulando con el Mech, probablemente por centésima vez, qué clase de mujer estaba buscando, y al terminar la frase, abrir la puerta del Zaratustra, mirar, pestañear, girarme hacia el Mech y susurrar por lo bajo "Una como esa, por ejemplo."
En fin, señores, dejemos los 2000 atrás. Una nueva década por delante, la década en la que cumpliré los 30 y, si Lug así lo quiere, haré algo constructivo con mi vida. En todo caso, sea lo que sea que pase, espero disfrutar, por diez años más, del inconmensurable placer de su amistad.
Feliz año nuevo. Y, en 2010, seguiremos informando.
En 1999, yo acababa de cumplir los 18 - era igual de alto, estaba bastante más delgado y tan torpón como ahora, quizás más. Estaba en mi último año de instituto y llevaba con mi amigo Deivid el periódico Primera Página - notable eufemismo para un fanzine tamaño cuartilla, hecho a puro huevo en Word 97 en un (ya) arcaico 486, impreso en la fotocopiadora del mismo instituto (en una encomiable componenda con el poder establecido que posteriormente me daría algún disgusto). Sinceramente, ahora mismo no me acuerdo de la Nochevieja de 1999; más que probablemente la pasase en casa de mi abuela - como pasaré ésta - pero no recuerdo qué hice después.
Y, desde entonces... montones de cosas. Poniéndome especialmente cínico tocahuevos, podría pensar que, cuándo sea viejecito y tenga nietos (siempre y cuándo mis arterias me lo permitan) les tendría que resumir la década de 2000 como la década que el abuelo se pasó intentando ligar sin conseguirlo (y, conforme sean mayores, podré ir utilizando palabras más soeces) pero es mentira. Sí, en efecto, me he pasado los últimos diez años enamorándome como un cretino de quién no debía (o sí debía, pero en todo caso ellas no tenían la misma opinión), pero han pasado muchas más cosas.
Me veo a mí mismo una tarde de final de verano en mi casa, recopilando un enésimo CD de música, cuándo entró mi madre por la puerta diciendo que una avioneta se había accidentado en Nueva York - pusimos la tele, y horas más tarde, ya de noche, recuerdo perfectamente el momento en el que, al por fin despegarme del televisor, volví a la habitación y encontré el ordenador, aún encendido, como un recordatorio de que el mundo seguía existiendo, a pesar de las anteriores cinco o seis horas.
Me veo en casa, una mañana nubosa de marzo - no había ido a la facultad todavía porque aquél día había huelga de estudiantes, pero pretendía ir a Dadillos más tarde - viendo en la tele pequeña del cuarto las noticias que llegaban desde Madrid. Recuerdo, en medio de la conmoción, recomendar a mi madre que llamase a mi abuela y a mi tía en Brasil, para que supiesen de nosotros antes de que pudiesen encender la tele. Recuerdo cuando, al día siguiente, con todo el mundo todavía en shock, Polo entró en Dadillos y contó un chiste - ahí supe que íbamos a salir de ésta. Me veo con muchos de los que hoy son mis mejores amigos en lo que hoy es un kebab en Plaza España, viendo la lluvia caer tras los cristales - me habían medio convencido de no ir a la manifa, pero la otra mitad de mí estaba ahí, torturándome. Me veo tras una boda, el 13, en Navacerrada, cínico y amargo como pocas veces he estado, diciendo a todo aquél que quisiera oírme que "éstos van a decir que ha sido ETA hasta el lunes por la mañana". Y, hasta el último minuto, creí sinceramente que Acebes y su panda se la conseguirían colar a los españoles.
Me veo a mí mismo, noche cerrada por la Voorschoterlaan vacía, intentando contener las lágrimas mientras buscaba, desesperado, una cabina de teléfono: mi abuelo había sido encontrado muerto, en el apartamento donde vivía solo; siendo Brasil en Carnaval no lo encontraron hasta el miércoles de Ceniza - cuándo los vecinos por fin volvieron a casa y notaron el olor. Y me recuerdo mascullando impotente que nadie se merecía morir de esa manera, menos aún mi abuelo, que con todos sus defectos, siempre había sido una buena persona.
Y, sí, también tengo buenos recuerdos.
Me veo a mí mismo, el 27 de diciembre de 2004, mirando apesadumbrado por la ventana de mi casa, con miedo de que la furgoneta que me recogería para llevarme a la tele - donde, por primera vez en mi vida, aparecería en un concurso - quedase atascada por la impresionante nevada de aquella noche. Recuerdo perfectamente al macarra cretino que se reía de mí a mis espaldas - él se llevaría un bocata de chopped, yo 25.000 euros. Recuerdo intentar sacar una reacción digna a la victoria en fracción de segundos (naturalmente, no lo conseguí). Recuerdo llamar a mi abuelita y decirle que había ganado; y ella, ya de natural desconfiada, más todavía un Día de los Inocentes, no se lo creyó hasta que lo vio por la tele.
Me veo en la Place des Arts, mi primera noche en Montreal, escuchando el primer concierto de Beau Dommage en diez años, sentado al lado de un estanque; recuerdo perfectamente el momento en el que sonó Harmonie du Soir à Chateauguay, y toda la plaza empezó a cantar, en un susurro, y al unísono. Recuerdo el sábado de agosto más glorioso de la historia de Ottawa y como estaba allí para acogerme.
Me veo en el Cabo da Roca, en camiseta corta con un viento que cortaba el alma, pero rodeado de amigos en lo que probablemente es el atardecer más glorioso de Europa.
Me veo en la Plaza Mayor escuchando a Goran Bregović en directo por primera vez, levantando los brazos y riéndome a carcajadas del puro regocijo, para después tener que salir corriendo en pos del último autobús a Villalba - y no llegar.
Veo a mi tía llorando y temblando de emoción cuándo le dijimos que no, que lo de la furgoneta alquilada era mentira, que lo que íbamos era a un crucero por el Mediterráneo.
Y, sí, y por más que no deba y me pese y sea indispensable que lo deje atrás lo antes posible, me veo en una entusiasmada noche de diciembre, recapitulando con el Mech, probablemente por centésima vez, qué clase de mujer estaba buscando, y al terminar la frase, abrir la puerta del Zaratustra, mirar, pestañear, girarme hacia el Mech y susurrar por lo bajo "Una como esa, por ejemplo."
En fin, señores, dejemos los 2000 atrás. Una nueva década por delante, la década en la que cumpliré los 30 y, si Lug así lo quiere, haré algo constructivo con mi vida. En todo caso, sea lo que sea que pase, espero disfrutar, por diez años más, del inconmensurable placer de su amistad.
Feliz año nuevo. Y, en 2010, seguiremos informando.