lunes, 22 de junio de 2009

Voyage Voyage (I)

¿Qué clase de bloguero del mal soy que me voy de vacaciones sin dar ni una sola pista a mis lectores? Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación: en mi casa habíamos conspirado malvadosamente para darle una sorpresa a mi encantadora abuelita y a mi tía acerca del crucero por el Mediterráneo que íbamos a realizar, así que tras una consistente labor de misterio y pruebas falsas (incluyendo una falsa reserva de coche digna de la operación Carne Picada) pudimos llevarlas hasta el mismo muelle del puerto de Barcelona sin que se dieran cuenta de a dónde realmente iban. Y, obviamente, ésta concienzuda labor de camuflaje no podía ser revelada, incluso a ustedes, mis más fieles lectores, pues saben que, por encima de casi todas las cosas, soy un amante de las buenas sorpresas.

Y, en consecuencia, desde el sábado pasado hasta el mismo día de ayer, he estado recorriendo el Mediterráneo occidental, mayormente a bordo del Voyager of the Seas, un colosal barco de cruceros con todos los detalles que uno esperaría de un barco yanki: Primero: desayunos a base de huevos, salchichas, y el peor café que he probado en mi vida (con diferencia); Segundo: la manifiesta imposibilidad de ver fútbol (el de verdad, no el otro) en el barco; Tercero: un pasaje dividido en cuatro partes diferenciadas: gente colosalmente gorda, la alta burguesía del mundo árabe bañándose vestida en el jacuzzi, españoles (de los que hablaré ahora) y espigadísimas rubias americanas que mostraban su sumisión a los roles sociales del establishment mostrando una total y absoluta indiferencia a todo y a todos (todo éste último pasaje es una diatriba reflejando mi frustración por el hecho de que ninguna en general, y la morena del flequillo en particular, me hizo ni pugnetero caso); y Cuarto: un horario de comidas y actividades que impidió prácticamente a todo el pasaje, incluyendo a un servidor, de experimentar lo que posiblemente es la costumbre más saludable y exportable del mundo mediterráneo: la Siesta.

Y luego las visitas: Nápoles fue todo lo que me esperaba: un monumento a Italia en su peor faceta, la de la decadencia, suciedad, ruido y chiquicientos millones de motorini circulando sin piedad ni vergüenza en todas las direcciones y, en todo caso, con manifiestas intenciones homicidas. La primera cosa que hice al desembarcar fue, como en casi todos los lugares que visito y de los que tengo un conocimiento al menos tangencial del idioma, es comprar un periódico local. Y la noticia del día en Il Mattino era la de un rumano al que tuvo la mala suerte de estar en medio mientras camorristas en moto (nota bene: en Nápoles, quién va en moto con un casco integral, o es forastero, o va a matar a alguien) fusilaban con submetralladoras un reducto de camorristas rivales en pleno centro de Nápoles y al que habían dejado morir a las puertas de la estación del metro, mientras la gente a su alrededor directamente salía corriendo, no sin antes validar su ticket del subterráneo. Pero, naturalmente, el día mejoró: tras un viaje en la Circumvesuviana (un ferrocarril de vía estrecha cuyos coches datan de los años 60, tiempos en los que el aire acondicionado móvil era impensable y a los que el sol inclemente de la Campania convierten en alegres y traqueteantes hornillos portátiles) llegamos a Sorrento, un lugar que, según ya celebrada frase, es tan bonito que da rabia. No sería el único sitio.

1 comentario:

la reina del hielo dijo...

ja! yo sabía que te ibas y a dónde! pena de no haber podido disfrutar contigo de la ciudad Condal.