El próximo domingo 3 de octubre pretendo levantarme relativamente temprano, pegarme una ducha, coger el metro, pasarme el resto de la mañana en la cola haciendo coñas con la gente presente y, finalmente, votar.
Y no, no estoy afiliado al PSOE. Doy fe de que lo he intentado: llegué a firmar un papel, pero por motivos que no llego a entender del todo, éste se perdió en el camino que va desde la Agrupación de Moncloa a donde quiera que se lleven éstas bases de datos. Mi intención es afiliarme en mi nuevo barrio una vez terminen las primarias y vuelvan a abrirse las listas, pero, personalmente, no tengo nada que ver con la pugna Jiménez vs. Gómez – ya dejé relativamente clara mi opinión (en la medida en que mis opiniones puedan deducirse de mi espeso verbo) hace un par de artículos.
El 3 de octubre voy a votar por primera vez en las elecciones presidenciales brasileñas. Llego tarde, lo sé – pude votar ya en las presidenciales de 2002 y no lo hice – pero hasta hace relativamente poco me negaba a hacerlo, en éstas extrañas pugnas de identidades que, supongo, afligen a los que, como yo, tienen un pie en cada lado del océano. En esto actuaba de forma coherente con el incendiario artículo que escribí hará unos meses sobre la responsabilidad electoral de los electores emigrados, que me ganó no pocos disgustos.
El problema es que en Brasil, al contrario que en España, votar es obligatorio – medida absurda de efectos nefastos, especialmente en las elecciones a la Cámara de Diputados – y el no tener lo que los brasileños llaman las obligaciones electorales en orden genera infinitas molestias: uno no puede renovar el pasaporte, por ejemplo – y no puedo entrar ni salir de Brasil sin él. La última vez que tuve que hacerlo (renovar el pasaporte), hará unos meses, me tuve que sacar de la manga un mega-combo en el cuál solicitaba al mismo tiempo que la Justicia Electoral me perdonase el no haber votado – afortunadamente, al ser residente en el extranjero ya no tengo que pagar una multa – y presentaba esos mismos papeles como justificación de que si mis papeles electorales no estaban en orden, al menos estaba trabajando en ello.
Después de tal odisea, me dije a mí mismo que la parafernalia burocrática brasileña ya era demasiado infernal per se como para que encima me empeñase en complicarme la vida faltando a mis obligaciones electorales. Así que solicité mi incorporación al registro electoral – en febrero de éste año. Volví al consulado a finales de julio – que es cuándo me dijeron que me pasase a por mi carnet – y, bien al estilo de la muchachada del Itamaraty, me dijeron que volviese en septiembre, a ver si entonces. Y es lo que haré ésta tarde, al salir del curro.
Y entramos ahora en el espinoso problema de mi ética personal. Tengo absolutamente claro que si he de votar dentro de dos semanas es por una mera conveniencia burocrática: de hecho me resulta comprometido considerar que tengo derecho a participar en la vida política de un país en el que no vivo. Pero, por otra parte, es parte de mi propio carácter el considerar un voto una decisión personal que ha de estar perfectamente razonada y calibrada. Hasta la vez que voté en las elecciones municipales en Rotterdam, hará unos cuatro años, me puse a bucear en los programas electorales – dentro de lo que permitía mi escaso conocimiento del neerlandés – para elegir un partido conforme a mis opiniones políticas.
En consecuencia, la solución es evidente y comprometida: mirar lo que hay y elegir en consecuencia: es decir, involucrarse.
Los resultados de mi estudio, en la segunda parte de éste artículo.
Seguiremos informando.
Y no, no estoy afiliado al PSOE. Doy fe de que lo he intentado: llegué a firmar un papel, pero por motivos que no llego a entender del todo, éste se perdió en el camino que va desde la Agrupación de Moncloa a donde quiera que se lleven éstas bases de datos. Mi intención es afiliarme en mi nuevo barrio una vez terminen las primarias y vuelvan a abrirse las listas, pero, personalmente, no tengo nada que ver con la pugna Jiménez vs. Gómez – ya dejé relativamente clara mi opinión (en la medida en que mis opiniones puedan deducirse de mi espeso verbo) hace un par de artículos.
El 3 de octubre voy a votar por primera vez en las elecciones presidenciales brasileñas. Llego tarde, lo sé – pude votar ya en las presidenciales de 2002 y no lo hice – pero hasta hace relativamente poco me negaba a hacerlo, en éstas extrañas pugnas de identidades que, supongo, afligen a los que, como yo, tienen un pie en cada lado del océano. En esto actuaba de forma coherente con el incendiario artículo que escribí hará unos meses sobre la responsabilidad electoral de los electores emigrados, que me ganó no pocos disgustos.
El problema es que en Brasil, al contrario que en España, votar es obligatorio – medida absurda de efectos nefastos, especialmente en las elecciones a la Cámara de Diputados – y el no tener lo que los brasileños llaman las obligaciones electorales en orden genera infinitas molestias: uno no puede renovar el pasaporte, por ejemplo – y no puedo entrar ni salir de Brasil sin él. La última vez que tuve que hacerlo (renovar el pasaporte), hará unos meses, me tuve que sacar de la manga un mega-combo en el cuál solicitaba al mismo tiempo que la Justicia Electoral me perdonase el no haber votado – afortunadamente, al ser residente en el extranjero ya no tengo que pagar una multa – y presentaba esos mismos papeles como justificación de que si mis papeles electorales no estaban en orden, al menos estaba trabajando en ello.
Después de tal odisea, me dije a mí mismo que la parafernalia burocrática brasileña ya era demasiado infernal per se como para que encima me empeñase en complicarme la vida faltando a mis obligaciones electorales. Así que solicité mi incorporación al registro electoral – en febrero de éste año. Volví al consulado a finales de julio – que es cuándo me dijeron que me pasase a por mi carnet – y, bien al estilo de la muchachada del Itamaraty, me dijeron que volviese en septiembre, a ver si entonces. Y es lo que haré ésta tarde, al salir del curro.
Y entramos ahora en el espinoso problema de mi ética personal. Tengo absolutamente claro que si he de votar dentro de dos semanas es por una mera conveniencia burocrática: de hecho me resulta comprometido considerar que tengo derecho a participar en la vida política de un país en el que no vivo. Pero, por otra parte, es parte de mi propio carácter el considerar un voto una decisión personal que ha de estar perfectamente razonada y calibrada. Hasta la vez que voté en las elecciones municipales en Rotterdam, hará unos cuatro años, me puse a bucear en los programas electorales – dentro de lo que permitía mi escaso conocimiento del neerlandés – para elegir un partido conforme a mis opiniones políticas.
En consecuencia, la solución es evidente y comprometida: mirar lo que hay y elegir en consecuencia: es decir, involucrarse.
Los resultados de mi estudio, en la segunda parte de éste artículo.
Seguiremos informando.
1 comentario:
En serio Thiago, que pasa con las afiliaciones, yo estoy pendiente de que me llegue el carné, la vez anterior hice todo el papeleo y no me llegó. ¿Será que no hace falta militancia en Navarra y Madrid?
Parece que ganará Dilma en primera vuelta, ¿no?
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