En los últimos tres meses he estado dos veces en Roma y me enorgullezco en decir que en ninguna de éstas veces he tirado una moneda a la Fontana de Trevi. Probado científicamente que es innecesaria la tal ceremonia monetaria, hablemos de la Ciudad Eterna y sus cosas.
De los chiquicientos autobuses turísticos que recorren la capital italiana el indudablemente más cañí es el propiamente llamado "Roma Cristiana", íntegramente de amarillo canario (amarillo vaticano, para los reverentes) y patrocinado por la Obra Pontificia para las Peregrinaciones, lo que viene a ser por Ratzinger himself. Afortunadamente, nadie en nuestra expedición estaba en plan de ver cureces (gracias a Jehová), así que nos metimos en un otobús de dos pisos, expuestos a la inclemente solanera romana, para sacar fotos y más fotos de la Urbs.
Me volvió a sorprender la cantidad de fascisteces (así, literal) que sobreviven en Roma. Ya saqué en mi primer viaje fotos de los mosaicos neorromanos que hay junto al Estadio Olímpico, mostrando a heroicos italianos gaseando etíopes desde biplanos y luego haciéndoles plantar trigo, junto a la leyenda "9 de mayo XIV E.F. (N. del T: 14º de la Era Fascista, a saber, 1936): Italia tiene finalmente su imperio". Ésta vez, junto al mausoleo de Augusto (gigantesca estructura, oiga), placas y más placas de mármol glorificando a Mussolini y a su voluntad de restaurar el orgullo de los italianos.
En puridad, el barco no se detenía en el puerto de Roma, fundamentalmente porque no existe tal cosa. La escala era en Civitavecchia, puerto sito a unos 75 kilómetros de la capital italiana y enlazado con ella a través de una línea de ferrocarril. Los ferrocarriles italianos se destacan por dos cosas: primero, que todos sus funcionarios han de estar espectacularmente uniformados, dentro de la pasión inconmensurable de los italianos hacia cualquier tipo de uniforme; y segundo, que todas las estaciones, sin excepción, han de mostrar, al menos, un leve grado de dilapidación, incluyendo, como no, el inevitable graffiti.
El hecho de que la palabra graffiti sea italiana demuestra el amor del pueblo transalpino por ésta forma de expresión. Están por todas partes: señales de tráfico, buzones de correo, columnas bizantinas, coches, motos, taxis, árboles, donde haya una superficie inscribible ahí ya habrá pasado un italiano con, por lo menos, un pincel grande. Y lo que más me sorprende: en dos tercios de los casos, los graffiti no tienen un objetivo político o de autosatisfacción, sino, por increíble que pueda parecer, un objetivo amoroso.
Con frases como "Sandra, eres lo mejor que me ha pasado. Geno"; "Tommaso, te amo y lo haré siempre. Patrizia." , y así sucesivamente, los italianos plasman sus amores y desamores por las paredes, como posiblemente lleven haciendo desde los tiempos de Tarquinio el Soberbio. Como yo, al final, soy invariablemente un hortera, no puedo sino apreciarlo.
Seguiremos informando.
De los chiquicientos autobuses turísticos que recorren la capital italiana el indudablemente más cañí es el propiamente llamado "Roma Cristiana", íntegramente de amarillo canario (amarillo vaticano, para los reverentes) y patrocinado por la Obra Pontificia para las Peregrinaciones, lo que viene a ser por Ratzinger himself. Afortunadamente, nadie en nuestra expedición estaba en plan de ver cureces (gracias a Jehová), así que nos metimos en un otobús de dos pisos, expuestos a la inclemente solanera romana, para sacar fotos y más fotos de la Urbs.
Me volvió a sorprender la cantidad de fascisteces (así, literal) que sobreviven en Roma. Ya saqué en mi primer viaje fotos de los mosaicos neorromanos que hay junto al Estadio Olímpico, mostrando a heroicos italianos gaseando etíopes desde biplanos y luego haciéndoles plantar trigo, junto a la leyenda "9 de mayo XIV E.F. (N. del T: 14º de la Era Fascista, a saber, 1936): Italia tiene finalmente su imperio". Ésta vez, junto al mausoleo de Augusto (gigantesca estructura, oiga), placas y más placas de mármol glorificando a Mussolini y a su voluntad de restaurar el orgullo de los italianos.
En puridad, el barco no se detenía en el puerto de Roma, fundamentalmente porque no existe tal cosa. La escala era en Civitavecchia, puerto sito a unos 75 kilómetros de la capital italiana y enlazado con ella a través de una línea de ferrocarril. Los ferrocarriles italianos se destacan por dos cosas: primero, que todos sus funcionarios han de estar espectacularmente uniformados, dentro de la pasión inconmensurable de los italianos hacia cualquier tipo de uniforme; y segundo, que todas las estaciones, sin excepción, han de mostrar, al menos, un leve grado de dilapidación, incluyendo, como no, el inevitable graffiti.
El hecho de que la palabra graffiti sea italiana demuestra el amor del pueblo transalpino por ésta forma de expresión. Están por todas partes: señales de tráfico, buzones de correo, columnas bizantinas, coches, motos, taxis, árboles, donde haya una superficie inscribible ahí ya habrá pasado un italiano con, por lo menos, un pincel grande. Y lo que más me sorprende: en dos tercios de los casos, los graffiti no tienen un objetivo político o de autosatisfacción, sino, por increíble que pueda parecer, un objetivo amoroso.
Con frases como "Sandra, eres lo mejor que me ha pasado. Geno"; "Tommaso, te amo y lo haré siempre. Patrizia." , y así sucesivamente, los italianos plasman sus amores y desamores por las paredes, como posiblemente lleven haciendo desde los tiempos de Tarquinio el Soberbio. Como yo, al final, soy invariablemente un hortera, no puedo sino apreciarlo.
Seguiremos informando.
1 comentario:
jejeje ... me gustan tus relatos viajeros XD
Nada que añadir. A ver si nos vemos la semana que viene y te llevo al restaurante vegetariano ese, que me la debes!!
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