Ahora no hay más que abrir Foreign Policy o The Economist para encontrar preocupados artículos sobre la ascensión de Geert Wilders, intentando explicar quien es, qué hace y qué pretende.
Aprovecho ésta oportunidad para hacer un poco de autobombo y recordarles a los que sean relativamente nuevos aquí – es decir, que no hayan conocido ninguno de mis dos blogs anteriores – que llevo escribiendo sobre Wilders prácticamente desde que abrí mi primer blog, en 2005. En aquellos tiempos vivía en Rotterdam, y el tema de los allochtonen (literalmente, lo opuesto a autóctonos) inundaba día sí, día también los kioscos de prensa y las noticias de los telediarios.
Varios políticos de aquél entonces competían entre sí para ver quién era más duro con los inmigrantes. Pim Fortuyn y su pirotécnico movimiento había dejado bien claro que había un filón de votos entre las clases medias bajas si se jugaba con sus miedos más primarios, así que con su muerte, un número no pequeño de políticos movieron ficha para intentar erigirse como su sucesor. Entre los nombres que recuerdo estaban los de la ministra de Integración e Inmigración, Rita Verdonk; el líder del partido Rotterdam Habitable, un sujeto llamado Marco Pastors, y el propio Geert Wilders.
En mi opinión, el triunfo final de Wilders deriva de que, demonizando al Islam y no a los musulmanes, ofrece al electorado un racismo light, más digestible para el electorado. Pero lo que lo hace más vendible lo hace igualmente más peligroso: abstrayendo aún más al enemigo, uno evita que la convivencia cree excepciones (uno no puede odiar a Mehmet, el del curro; o a Salim, el de la pescadería; o a Fatiye, la de la facultad) y todo el mundo musulmán, independientemente de raza, color o sexo, es peligroso y antiholandés.
Antes de Wilders, la idea del Islam como enemigo – y no los inmigrantes – la empezó a mover Ayaan Hirsi Ali. Hirsi Ali había nacido en Somalia - con todas las terribles consecuencias que uno puede imaginarse – y había pasado por una serie de peripecias hasta acabar en los Países Bajos, donde acabó licenciándose en la Universidad y en la Segunda Cámara (la cámara baja) como diputada laborista. Pasados unos años, Hirsi Ali empezó a condensar su (razonado) resentimiento en un programa político: siendo como era mujer y negra, adoptar una política abiertamente racista no la llevaría muy lejos; así que adoptó la idea de que el Islam era el enemigo, idea rápidamente adoptada por otro parlamentario, éste liberal del VVD: Geert Wilders. Los dos, fuera de sus respectivos partidos, se convirtieron en una suerte de parias en el Parlamento, lo cuál sirvió para acercarlos ideológicamente, amén de alimentar su imagen de outsiders.
Las cosas se empezaron a poner feas cuando en 2004 se estrenó un corto con guión de Hirsi Ali, “Sumisión”, una suerte de videoarte en el cuál se intentaba mostrar gráficamente la opresión de la mujer en el Islam: pasados unos días de su estreno en la televisión pública, un holandés de origen marroquí apuñalaba con un punzón al director del corto, Theo van Gogh, en plena calle. El país, conmocionado, entró en pánico ante el “peligro musulmán” en cada esquina. Hirsi Ali y Wilders pasaron a vivir bajo protección oficial.
El liderazgo ideológico de Hirsi Ali se fue al traste cuando un documental de la televisión pública reveló que había mentido en su solicitud de asilo, por lo que según la ley – ley que ella misma ayudó a endurecer – no tenía siquiera la nacionalidad neerlandesa. Esa misma semana renunció a su escaño en el Parlamento y se fue a vivir a Nueva York, a trabajar en un think tank ultra. Wilders se quedó.
Lo cuál nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué la ascensión de los ultraderechismos como el del Wilders en Europa Occidental? Creo haber escrito sobre el tema tras la muerte de Jörg Haider.
Los nuevos ultraderechismos, salvo quizás el húngaro, abjuran del matonismo skin-head que ha sido prácticamente sinónimo de ultraderecha durante los últimos treinta años. Los llevan gente joven y con estudios, cuyo mensaje es simple y atractivo: pagamos demasiados impuestos; la inmigración implica crimen y gasto público; los políticos de siempre están corruptos; aquí nadie ha de ayudar a nadie; que cada cuál se las arregle como pueda. Como no ceso de repetir, vivimos tiempos confusos, el mundo cambia de escala, la política tal y como la hemos conocido hasta ahora está en un callejón del cuál no puede salir sino hacia afuera, y la gente busca respuestas sencillas, aunque estén equivocadas.
Y es necesario reaccionar. Pero ya.
Aprovecho ésta oportunidad para hacer un poco de autobombo y recordarles a los que sean relativamente nuevos aquí – es decir, que no hayan conocido ninguno de mis dos blogs anteriores – que llevo escribiendo sobre Wilders prácticamente desde que abrí mi primer blog, en 2005. En aquellos tiempos vivía en Rotterdam, y el tema de los allochtonen (literalmente, lo opuesto a autóctonos) inundaba día sí, día también los kioscos de prensa y las noticias de los telediarios.
Varios políticos de aquél entonces competían entre sí para ver quién era más duro con los inmigrantes. Pim Fortuyn y su pirotécnico movimiento había dejado bien claro que había un filón de votos entre las clases medias bajas si se jugaba con sus miedos más primarios, así que con su muerte, un número no pequeño de políticos movieron ficha para intentar erigirse como su sucesor. Entre los nombres que recuerdo estaban los de la ministra de Integración e Inmigración, Rita Verdonk; el líder del partido Rotterdam Habitable, un sujeto llamado Marco Pastors, y el propio Geert Wilders.
En mi opinión, el triunfo final de Wilders deriva de que, demonizando al Islam y no a los musulmanes, ofrece al electorado un racismo light, más digestible para el electorado. Pero lo que lo hace más vendible lo hace igualmente más peligroso: abstrayendo aún más al enemigo, uno evita que la convivencia cree excepciones (uno no puede odiar a Mehmet, el del curro; o a Salim, el de la pescadería; o a Fatiye, la de la facultad) y todo el mundo musulmán, independientemente de raza, color o sexo, es peligroso y antiholandés.
Antes de Wilders, la idea del Islam como enemigo – y no los inmigrantes – la empezó a mover Ayaan Hirsi Ali. Hirsi Ali había nacido en Somalia - con todas las terribles consecuencias que uno puede imaginarse – y había pasado por una serie de peripecias hasta acabar en los Países Bajos, donde acabó licenciándose en la Universidad y en la Segunda Cámara (la cámara baja) como diputada laborista. Pasados unos años, Hirsi Ali empezó a condensar su (razonado) resentimiento en un programa político: siendo como era mujer y negra, adoptar una política abiertamente racista no la llevaría muy lejos; así que adoptó la idea de que el Islam era el enemigo, idea rápidamente adoptada por otro parlamentario, éste liberal del VVD: Geert Wilders. Los dos, fuera de sus respectivos partidos, se convirtieron en una suerte de parias en el Parlamento, lo cuál sirvió para acercarlos ideológicamente, amén de alimentar su imagen de outsiders.
Las cosas se empezaron a poner feas cuando en 2004 se estrenó un corto con guión de Hirsi Ali, “Sumisión”, una suerte de videoarte en el cuál se intentaba mostrar gráficamente la opresión de la mujer en el Islam: pasados unos días de su estreno en la televisión pública, un holandés de origen marroquí apuñalaba con un punzón al director del corto, Theo van Gogh, en plena calle. El país, conmocionado, entró en pánico ante el “peligro musulmán” en cada esquina. Hirsi Ali y Wilders pasaron a vivir bajo protección oficial.
El liderazgo ideológico de Hirsi Ali se fue al traste cuando un documental de la televisión pública reveló que había mentido en su solicitud de asilo, por lo que según la ley – ley que ella misma ayudó a endurecer – no tenía siquiera la nacionalidad neerlandesa. Esa misma semana renunció a su escaño en el Parlamento y se fue a vivir a Nueva York, a trabajar en un think tank ultra. Wilders se quedó.
Lo cuál nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué la ascensión de los ultraderechismos como el del Wilders en Europa Occidental? Creo haber escrito sobre el tema tras la muerte de Jörg Haider.
Los nuevos ultraderechismos, salvo quizás el húngaro, abjuran del matonismo skin-head que ha sido prácticamente sinónimo de ultraderecha durante los últimos treinta años. Los llevan gente joven y con estudios, cuyo mensaje es simple y atractivo: pagamos demasiados impuestos; la inmigración implica crimen y gasto público; los políticos de siempre están corruptos; aquí nadie ha de ayudar a nadie; que cada cuál se las arregle como pueda. Como no ceso de repetir, vivimos tiempos confusos, el mundo cambia de escala, la política tal y como la hemos conocido hasta ahora está en un callejón del cuál no puede salir sino hacia afuera, y la gente busca respuestas sencillas, aunque estén equivocadas.
Y es necesario reaccionar. Pero ya.
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