Antes de nada, ésto: hay que recordarle al señor ex-presidente del Gobierno que su propia elección también fue de un exotismo histórico. Nunca desde la Transición los españoles habían elegido democráticamente a un señor con bigote, por ejemplo. Las declaraciones de Bigotus Máximus ponen en entredicho, aparte de la cordura y sensatez del personaje (que ya venían tocadas de antes), la fiabilidad de las medidas propuestas por la FAES contra la inflación: qué van a decirnos, que cada vez que habla su presidente, sube el pan.
En fin, a lo nuestro: vamos a intentar explicar un poco lo de la crisis del gas. Tras la caída de la Unión Soviética los ricos recursos naturales rusos pudieron entrar en los mercados internacionales, proporcionando enormes cantidades de dinero a una oligarquía que hoy, domada y mimada por la mano de hierro del KGB (uy, perdón, FSB) gobierna Rusia. La cuestión es que para exportar el gas ruso a Europa Occidental (que es la que pone la pasta) hacen falta canalizaciones, y la mayoría de ellas (por una simple cuestión geográfica) atraviesa Ucrania.
Y los ucranianos, aprovechándose de que los rusos necesitaban pasar su gas por su puerta, han aprovechado, desde siempre, para llevarse lo que pudiesen, sin pagar, naturalmente. En los caóticos tiempos del pos-colapso, el mecanismo era sencillo: los ucranianos se llevan algo de gas, los rusos cortan el grifo, los ucranianos pagan un poco de la deuda (pero no toda) en el papel de periódico que era la moneda local por aquél entonces, el grifo se vuelve a abrir y vuelta a empezar.
Por aquél entonces, los rusos tenían motivos para hacer que los ucranianos simpatizasen con ellos. Para empezar, aún se tenía la tenue esperanza de que los ucranianos, como los bielorrusos y otra gente que no odia de primeras a los rusos (como sí lo hacen los letones o los georgianos, por ejemplo) volviesen al redil pos-soviético a través de la CIS. Por otra parte, la importantísima flota del Mar Negro, tanto la de la nueva Marina Rusa como la de la nueva Marina Ucraniana, estaba toda ella en el mismo sitio: Sebastopol, que aunque no lo parezca (porque es rusísisima, como el resto de Crimea) está en Ucrania.
Así pues, Rusia y Ucrania acordaron que, directamente, Ucrania no compraría gas ruso: a cambio de que el resto fluyese a Europa Occidental y al dinero tranquilamente, los ucranianos se podrían llevar una parte del gas. En 2001 se resolvió el tema de la deuda, tranquilamente. Eran los tiempos en los que, a cambio de comer en la mano del Kremlin, el gobierno ucraniano se dedicaba a robar alegremente todo lo que podía cargar. En Moscú, al nuevo presidente Vladimir Vladimirovich Putin, esa componenda le parecía más que satisfactoria.
Hasta que en 2005, se produjo la Revolución Naranja: el gobierno pro-ruso, tras un fraude electoral excesivamente descarado, fue echado a patadas del palacio presidencial y sustituido por un gobierno pro-occidental. Obviamente, Vladimir Vladimirovich was not amused, y tras una breve llamada de teléfono al oligarca de guardia, le llegó un amable mensajito al nuevo gobierno ucraniano: si queréis ser occidentales, tenéis que pagar por el gas el precio que pagan los occidentales, a saber, el doble de lo que pagaban entonces.
Hay un detalle que complica éste asunto: Ucrania, como el resto de países del ex-imperio soviético, consume combustibles fósiles mucho y mal. La industria pesada sigue utilizando gas como si fuese propiedad del Soviet, y, como en el resto de la ex-URSS (y Finlandia) la calefacción doméstica, en lugar de ser individual o centralizada por bloque, es centralizada por barrio: el agua caliente se produce en una única central distrital y distribuida a través de cañerías. Técnicamente el método es más eficiente energéticamente, pero si estamos hablando de cañerías soviéticas y 30º bajo cero en invierno, llegamos a la situación que se encuentra (redoble de tambores a la espera de la über-frikada) Hober Mallow en su primer viaje a Siwenna (¡toma ya!)
El conflicto desde entonces viene dado por dos factores: los rusos piden por el gas el precio que quieren, y los ucranianos pagan lo que quieren por el gas; las deudas se acumulan regularmente, los ucranianos se niegan a pagar o pagan a medias, en fin, los unos y los otros se meten el dedo en el ojo regularmente por el placer que proporciona meterle el dedo en el ojo a un ucraniano o a un ruso, respectivamente.
El problema es que la tubería sigue pasando por Ucrania. Uno no puede cortarle el gas a Ucrania sin dejar sin gas a otros quince países, en los que, sin excepción, sigue siendo el enero más frío desde hace décadas. Y es precisamente eso lo que han hecho los rusos. Qué humorada.
¿Qué va a pasar? Pues no lo sé. Los ucranianos probablemente pedirán a la UE un crédito para pagar el gas, idea que será calurosamente (no pun intended) acogida por los 90 millones de ciudadanos comunitarios que tienen el gas racionado desde ya mismo.
Hasta que vuelva a pasar otra de éstas o el Kremlin cumpla su objetivo y ponga en Ucrania un gobierno amigo. Lo que pase primero.
Seguiremos informando.
En fin, a lo nuestro: vamos a intentar explicar un poco lo de la crisis del gas. Tras la caída de la Unión Soviética los ricos recursos naturales rusos pudieron entrar en los mercados internacionales, proporcionando enormes cantidades de dinero a una oligarquía que hoy, domada y mimada por la mano de hierro del KGB (uy, perdón, FSB) gobierna Rusia. La cuestión es que para exportar el gas ruso a Europa Occidental (que es la que pone la pasta) hacen falta canalizaciones, y la mayoría de ellas (por una simple cuestión geográfica) atraviesa Ucrania.
Y los ucranianos, aprovechándose de que los rusos necesitaban pasar su gas por su puerta, han aprovechado, desde siempre, para llevarse lo que pudiesen, sin pagar, naturalmente. En los caóticos tiempos del pos-colapso, el mecanismo era sencillo: los ucranianos se llevan algo de gas, los rusos cortan el grifo, los ucranianos pagan un poco de la deuda (pero no toda) en el papel de periódico que era la moneda local por aquél entonces, el grifo se vuelve a abrir y vuelta a empezar.
Por aquél entonces, los rusos tenían motivos para hacer que los ucranianos simpatizasen con ellos. Para empezar, aún se tenía la tenue esperanza de que los ucranianos, como los bielorrusos y otra gente que no odia de primeras a los rusos (como sí lo hacen los letones o los georgianos, por ejemplo) volviesen al redil pos-soviético a través de la CIS. Por otra parte, la importantísima flota del Mar Negro, tanto la de la nueva Marina Rusa como la de la nueva Marina Ucraniana, estaba toda ella en el mismo sitio: Sebastopol, que aunque no lo parezca (porque es rusísisima, como el resto de Crimea) está en Ucrania.
Así pues, Rusia y Ucrania acordaron que, directamente, Ucrania no compraría gas ruso: a cambio de que el resto fluyese a Europa Occidental y al dinero tranquilamente, los ucranianos se podrían llevar una parte del gas. En 2001 se resolvió el tema de la deuda, tranquilamente. Eran los tiempos en los que, a cambio de comer en la mano del Kremlin, el gobierno ucraniano se dedicaba a robar alegremente todo lo que podía cargar. En Moscú, al nuevo presidente Vladimir Vladimirovich Putin, esa componenda le parecía más que satisfactoria.
Hasta que en 2005, se produjo la Revolución Naranja: el gobierno pro-ruso, tras un fraude electoral excesivamente descarado, fue echado a patadas del palacio presidencial y sustituido por un gobierno pro-occidental. Obviamente, Vladimir Vladimirovich was not amused, y tras una breve llamada de teléfono al oligarca de guardia, le llegó un amable mensajito al nuevo gobierno ucraniano: si queréis ser occidentales, tenéis que pagar por el gas el precio que pagan los occidentales, a saber, el doble de lo que pagaban entonces.
Hay un detalle que complica éste asunto: Ucrania, como el resto de países del ex-imperio soviético, consume combustibles fósiles mucho y mal. La industria pesada sigue utilizando gas como si fuese propiedad del Soviet, y, como en el resto de la ex-URSS (y Finlandia) la calefacción doméstica, en lugar de ser individual o centralizada por bloque, es centralizada por barrio: el agua caliente se produce en una única central distrital y distribuida a través de cañerías. Técnicamente el método es más eficiente energéticamente, pero si estamos hablando de cañerías soviéticas y 30º bajo cero en invierno, llegamos a la situación que se encuentra (redoble de tambores a la espera de la über-frikada) Hober Mallow en su primer viaje a Siwenna (¡toma ya!)
El conflicto desde entonces viene dado por dos factores: los rusos piden por el gas el precio que quieren, y los ucranianos pagan lo que quieren por el gas; las deudas se acumulan regularmente, los ucranianos se niegan a pagar o pagan a medias, en fin, los unos y los otros se meten el dedo en el ojo regularmente por el placer que proporciona meterle el dedo en el ojo a un ucraniano o a un ruso, respectivamente.
El problema es que la tubería sigue pasando por Ucrania. Uno no puede cortarle el gas a Ucrania sin dejar sin gas a otros quince países, en los que, sin excepción, sigue siendo el enero más frío desde hace décadas. Y es precisamente eso lo que han hecho los rusos. Qué humorada.
¿Qué va a pasar? Pues no lo sé. Los ucranianos probablemente pedirán a la UE un crédito para pagar el gas, idea que será calurosamente (no pun intended) acogida por los 90 millones de ciudadanos comunitarios que tienen el gas racionado desde ya mismo.
Hasta que vuelva a pasar otra de éstas o el Kremlin cumpla su objetivo y ponga en Ucrania un gobierno amigo. Lo que pase primero.
Seguiremos informando.
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