La encantadora Dixie Daisy prácticamente me obliga a hacer algunas anotaciones acerca de la cultura en general y el mercado de la cultura en particular.
Para empezar, un apunte terminológico: siempre he sido reticente a la expresión "bien cultural"; implica una mercantilización excesiva de la cultura. Prefiero utilizar un término peliagudo: "conocimiento", aunque soy consciente de que puede ser excesivamente confuso. Entiendo como conocimiento cualquier fruto del pensamiento y de la acción humana que tenga éstas dos características: (1) su mera existencia ha de suponer(o, en mis días bien intencionados, ha de intentar suponer)un acto de superación con respecto a todo lo que se ha hecho anteriormente y (2) no tenga un propósito, sea expreso o sobreentendido, de damnificar físicamente a uno o más seres humanos. Como se puede ver es una definición sorprendentemente amplia (y, en consecuencia, comprendo que muchos prefieran concretizar más) que no solo incluye cosas como la Pasión según San Mateo de Bach, la Poética de Aristóteles o la Maja Desnuda, sino también cosas como el pulpo à feira o la folha-seca.
Axioma: el conocimiento siempre se extiende. Los templos de Amon-Ra, los Misterios de Eleusis, la Academia de Platón, la Ciudad del Vaticano, todos han pretendido guardar el misterio del conocimiento, pero a la larga los misterios siempre acaban siendo revelados. La vulgarización, o popularización del conocimiento esotérico (entendiendo como tal aquél que pretendía ser privilegio de unos pocos, no es que me haya convertido en Rappel) también se nota en otras facetas del arte. Los más sagrados cantos de la cristiandad acabaron siendo incluidos en motetes profanos del siglo XIV; las armonías creadas para los reyes por los músicos de cámara pasaron en cincuenta años de los palacios a las tabernas, tocados en chirimías; Velázquez y Picasso se venden en colorido offset en las tiendas de regalos.
Dos son los conflictos que se presentan a aquél que pretende crear conocimiento. Primero, el hecho de que todos pretendemos que nuestra obra tenga valor en general y valor material en particular; segundo, el hecho de que crear conocimiento es costoso: si uno dedica doce horas al día a escribir, componer o dibujar, normalmente uno tiene tiempo para hacer otra cosa y todos tenemos ese nefasto vicio que es comer.
Ante lo primero, haría una distinción: el precio del producto realizado y el valor del conocimiento existente en ese producto. Un producto es un elemento negociable en una sociedad capitalista y como producto realizado debe de ser tratado; es decir, un lienzo, un libro, un disco, cosas físicas y tangibles, tienen un precio inherente marcado por el mercado. Lo segundo, por otra parte, es abiertamente subjetivo, por lo que el valor material debe, necesariamente, ser subjetivo. En consecuencia, soy de la muy polémica opinión de que, desde un punto de vista político-administrativo, el valor del conocimiento debe de ser cero; si luego, en una sociedad capitalista, el mercado quiere dar valor material (o sea, poner precio) a ese conocimiento, compete al mercado dárselo. En consecuencia, si alguien, con un propósito no comercial, desea hacer una reproducción de ese conocimiento, debe poder hacerlo sin injerencia del Estado.
Porque el Estado, por encima del derecho a la propiedad privada, tiene la obligación de permitir que sus ciudadanos tengan la mejor educación posible, y eso incluye garantizar el acceso de los ciudadanos a la mayor cantidad de conocimiento posible. Y que conste que no estoy siendo salvajemente comunista; simplemente estoy llevando a rajatabla el artículo 128.1 de la Constitución, que reza:
Antes de lanzaros como bestias, paciencia, artistas míos, que ahora voy con el punto dos.
La cultura de masas es un fruto de la modernidad capitalista. El mercado ha creado todos los fenómenos de masas de los últimos ciento cincuenta años, y se le da bastante bien.
Por otra parte, soy de la opinión de que es obligación del Estado el ayudar a crear conocimiento.
Soy plenamente favorable a una política de becas que supere las limitaciones del conocimiento industrial de masas y permita cubrir del todo el amplísimo espectro de la creación de conocimiento, garantizando que el creador de conocimiento tenga unas condiciones básicas de vida, y dedicándose a rellenar los huecos que el mercado capitalista no puede cumplir.
Pongamos por ejemplo el cine. No soy favorable al "apoyo al cine español" tal como lo entendemos hoy, a saber, dinero público para casi cualquier cosa, incluyendo el autobombo desaforado y Cuándo amanece, apetece. Yo apoyaría, en su lugar, la creación de un equivalente a la NFB canadiense, cuyos objetivos están mucho mejor definidos: crear películas que, por su formato, contenido polémico o nivel de experimentalidad, no conseguirían dinero de ninguna otra manera.
Puede argumentarse que esa perspectiva implica dejar la cultura popular íntegramente en manos del capital: que el Estado se dedica a financiar iniciativas que solo pueden interesar a la élite, mientras que José Javier Vázquez gana un premio Ondas.
Como demócrata que soy, para mí ésto es lo que hay: las personas adultas son libres de hacer lo que bien entiendan con su tiempo; el Estado únicamente debe garantizar el acceso. Pero a los extraentusiastas les recuerdo que nunca ha funcionado el intento de imponer la cultura de élite a las masas: la URSS ponía dosis macizas de ballet y Stravinsky en televisión, pero aún así cuándo fue Paul McCartney a la plaza Roja faltó sitio.
Quizás les haya confundido con mi falta de precisión terminológica, pero creo que me he hecho entender...bastante mal.
Seguiremos informando.
Para empezar, un apunte terminológico: siempre he sido reticente a la expresión "bien cultural"; implica una mercantilización excesiva de la cultura. Prefiero utilizar un término peliagudo: "conocimiento", aunque soy consciente de que puede ser excesivamente confuso. Entiendo como conocimiento cualquier fruto del pensamiento y de la acción humana que tenga éstas dos características: (1) su mera existencia ha de suponer(o, en mis días bien intencionados, ha de intentar suponer)un acto de superación con respecto a todo lo que se ha hecho anteriormente y (2) no tenga un propósito, sea expreso o sobreentendido, de damnificar físicamente a uno o más seres humanos. Como se puede ver es una definición sorprendentemente amplia (y, en consecuencia, comprendo que muchos prefieran concretizar más) que no solo incluye cosas como la Pasión según San Mateo de Bach, la Poética de Aristóteles o la Maja Desnuda, sino también cosas como el pulpo à feira o la folha-seca.
Axioma: el conocimiento siempre se extiende. Los templos de Amon-Ra, los Misterios de Eleusis, la Academia de Platón, la Ciudad del Vaticano, todos han pretendido guardar el misterio del conocimiento, pero a la larga los misterios siempre acaban siendo revelados. La vulgarización, o popularización del conocimiento esotérico (entendiendo como tal aquél que pretendía ser privilegio de unos pocos, no es que me haya convertido en Rappel) también se nota en otras facetas del arte. Los más sagrados cantos de la cristiandad acabaron siendo incluidos en motetes profanos del siglo XIV; las armonías creadas para los reyes por los músicos de cámara pasaron en cincuenta años de los palacios a las tabernas, tocados en chirimías; Velázquez y Picasso se venden en colorido offset en las tiendas de regalos.
Dos son los conflictos que se presentan a aquél que pretende crear conocimiento. Primero, el hecho de que todos pretendemos que nuestra obra tenga valor en general y valor material en particular; segundo, el hecho de que crear conocimiento es costoso: si uno dedica doce horas al día a escribir, componer o dibujar, normalmente uno tiene tiempo para hacer otra cosa y todos tenemos ese nefasto vicio que es comer.
Ante lo primero, haría una distinción: el precio del producto realizado y el valor del conocimiento existente en ese producto. Un producto es un elemento negociable en una sociedad capitalista y como producto realizado debe de ser tratado; es decir, un lienzo, un libro, un disco, cosas físicas y tangibles, tienen un precio inherente marcado por el mercado. Lo segundo, por otra parte, es abiertamente subjetivo, por lo que el valor material debe, necesariamente, ser subjetivo. En consecuencia, soy de la muy polémica opinión de que, desde un punto de vista político-administrativo, el valor del conocimiento debe de ser cero; si luego, en una sociedad capitalista, el mercado quiere dar valor material (o sea, poner precio) a ese conocimiento, compete al mercado dárselo. En consecuencia, si alguien, con un propósito no comercial, desea hacer una reproducción de ese conocimiento, debe poder hacerlo sin injerencia del Estado.
Porque el Estado, por encima del derecho a la propiedad privada, tiene la obligación de permitir que sus ciudadanos tengan la mejor educación posible, y eso incluye garantizar el acceso de los ciudadanos a la mayor cantidad de conocimiento posible. Y que conste que no estoy siendo salvajemente comunista; simplemente estoy llevando a rajatabla el artículo 128.1 de la Constitución, que reza:
1. Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general.Niéguenme que no es de interés general que los españoles puedan tener acceso libre y desimpedido a todo el conocimiento que pueda llegar a sus manos.
Antes de lanzaros como bestias, paciencia, artistas míos, que ahora voy con el punto dos.
La cultura de masas es un fruto de la modernidad capitalista. El mercado ha creado todos los fenómenos de masas de los últimos ciento cincuenta años, y se le da bastante bien.
Por otra parte, soy de la opinión de que es obligación del Estado el ayudar a crear conocimiento.
Soy plenamente favorable a una política de becas que supere las limitaciones del conocimiento industrial de masas y permita cubrir del todo el amplísimo espectro de la creación de conocimiento, garantizando que el creador de conocimiento tenga unas condiciones básicas de vida, y dedicándose a rellenar los huecos que el mercado capitalista no puede cumplir.
Pongamos por ejemplo el cine. No soy favorable al "apoyo al cine español" tal como lo entendemos hoy, a saber, dinero público para casi cualquier cosa, incluyendo el autobombo desaforado y Cuándo amanece, apetece. Yo apoyaría, en su lugar, la creación de un equivalente a la NFB canadiense, cuyos objetivos están mucho mejor definidos: crear películas que, por su formato, contenido polémico o nivel de experimentalidad, no conseguirían dinero de ninguna otra manera.
Puede argumentarse que esa perspectiva implica dejar la cultura popular íntegramente en manos del capital: que el Estado se dedica a financiar iniciativas que solo pueden interesar a la élite, mientras que José Javier Vázquez gana un premio Ondas.
Como demócrata que soy, para mí ésto es lo que hay: las personas adultas son libres de hacer lo que bien entiendan con su tiempo; el Estado únicamente debe garantizar el acceso. Pero a los extraentusiastas les recuerdo que nunca ha funcionado el intento de imponer la cultura de élite a las masas: la URSS ponía dosis macizas de ballet y Stravinsky en televisión, pero aún así cuándo fue Paul McCartney a la plaza Roja faltó sitio.
Quizás les haya confundido con mi falta de precisión terminológica, pero creo que me he hecho entender...bastante mal.
Seguiremos informando.
1 comentario:
Continua la cuestión de la jerarquización de la cultura. La óptica que planteaba se basaba en pilares socialistas, pues el comunismo, tal y como lo han planteado hasta nuestros días, no otorga mayor valor a un Picasso que a un pimiento. "La tierra para quién la trabaja", propone una ecuación entre el trabajo realizado y el tiempo empleado que resulta a todas luces inaplicable según las pautas comerciales actuales (capitalistas). Intentaba enfocar un punto medio. Aunque anarquista de ciudad por convicción, mi condición de pequeño burguesa, me permite admitir que el "ideal" no es aplicable con efecto inmediato. También me produce sentimientos encontrados pues, una cosa es lo que se quiere, otra lo que se puede tener y otro lo que se quiere aceptar.
El "conocimiento" es algo subjetivo cuya medición enreda aún más la madeja. Se resalza el modelo de educación finlandés, comparándolo con el ágora. Sigue las bases socialistas en cuanto a que el Estado subvenciona los estudios a quienes, ya desde la infancia, sobresalen en determinadas materias. A cambio, estos individuos prestan servicio enseñando a su vez. El maestro obtiene una remuneración jugosa y reconocimiento social. Sobra decir que España se encuentra más que lejos de esa situación. Una cuestión sociológica y cultural, un hecho ciclíco. Es decir, el comportamiento de cualquier sociedad viene determinado por su cultura y sus costumbres. Habríamos de remover los cimientos sociales para poder alcanzar un estado próspero en tales aspectos. ¿Pero cómo hacerlo sin una revolución? No soy debota de la violencia, mucho menos de una guerra. Son demasiados los intereses como para evitar el conflicto. Nuevamente habría que exponer una mayor de factores convergentes. Sólo hemos mencionado los más obvios y eso nos deja a las puertas.
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