Y éste va para la todavía mademoiselle Celia, allá del otro lado del charco.
Mi intención era hacer vídeos subtitulados para todo el mundo, pero dado que estaba indeciso sobre si subtitular Northwest Passage, de Stan Rogers, o Mon Pays, de Gilles Vigneault (siempre la barrera lingüistica) mejor tirar por la calle de enmedio y hacer un instructivo artículo sobre
Mi intención era hacer vídeos subtitulados para todo el mundo, pero dado que estaba indeciso sobre si subtitular Northwest Passage, de Stan Rogers, o Mon Pays, de Gilles Vigneault (siempre la barrera lingüistica) mejor tirar por la calle de enmedio y hacer un instructivo artículo sobre
Cuatro Cosas que Hacer en Montréal mientras todavía eres un turista
Primera Cosa: Ir a ver un partido de los Canadiens. En Montreal, quizás aún más que en cualquier otro lugar de Canadá, el hockey es religión. En primer lugar, porque los Canadiens, junto con los Green Bay Packers de la NFL, son posiblemente el único "equipo" de las ligas deportivas profesionales norteamericanas. Cualquier otra franquicia puede mudarse a cualquier otra parte, pero los Canadiens jamás podrán moverse de Montreal: son parte integrante de la cultura, la historia e incluso de la política de Quebec (véase el Motín Richard de 1955). Una muestra de la importancia de los Canadiens está en el cuento "La camiseta de hockey", de Roch Carrier, un relato TAN transcendental para comprender las obsesiones nacionales canadienses que un fragmento aparece en el reverso de los billetes de cinco dólares. Cierto es que ir hoy a un partido de la NHL, totalmente aséptico y comercializado, no tiene ni punto de comparación con los años 50, con el Forum de los tiempos de "Rocket" Richard y "Boom-Boom" Geoffrion, abarrotado de gente y nublado del olor a humanidad y cigarrillos baratos; igualmente penoso es el hecho de que hace quince años que ningún equipo canadiense consigue llevarse la Copa Stanley, derrotados por equipos de lugares donde no hay nieve natural desde hace unos quince mil años. Pero en todo caso, es tradición, es historia y, qué rayos, quizás haya hasta suerte y los Habs ganen algo. Nota bene: si en la casa en la que estás no encuentras a nadie que quiera ir contigo, mejor será que empieces a preocuparte con qué tipo de gente estás viviendo.
Segunda cosa: Comer. Respeto, sin compartir, tu vegetarianismo, pero hasta tú has de reconocer que te privas de disfrutar de las típicas especialidades montrealesas. Si en algún momento decides que un día es un día, métete en la cola del boulevard Saint-Laurent con todos los demás y pídete (para llevar) un gran bocata de carne ahumada en Schwartz's. He de reconocer que no me atreví a enfrentarme a la heroica cola del restaurante, pero no me privé de mi bocata: me fui a Ben's, desgraciadamente hoy ya cerrado, y, superando mi habitual aversión a lo ahumado en nombre del turismo, me enfrenté al bicho. Lo primero que tengo que decir es que está sorprendentemente bueno; lo segundo es que, gracias a que la ley mosaica impide comer carne con sangre, la charcutería hebrea somete al trozo de pecho de vaca a tales tormentos que al final la sustancia ésta sabe a cualquier cosa menos a ternera. Si a ésto le sumamos las capas y capas de pepinillos, mostaza y chucrut, puedes terminarte tu bocata sin sentir la carne. Si aun así no te convences, podemos pasar a la guarrerida nacional de Quebec, la poutine, sobre la cuál creo que ya estarás más que bien informada. Dicen los puristas que es indispensable la salsa de carne, pero no es así: lo realmente importante son los pedazos de queso cuajado: deben estar absolutamente frescos, así que el plato (quicir) raramente resiste la exportación. Así que la mejor opción es hacértelas en casa: patatas fritas, queso cuajado (fromage en grains, dice el paquete) y una salsa de tomate natural y orégano (imprescindible que esté bien caliente). Si aún así te resistes a las guarreridas, pues, ya sabes: hacer la cola un domingo por la mañana en alguna de las panaderías judías del Mile End, llevarte una docena de bagels (recuerden: los bagels montrealeses han sido los primeros en ir al espacio) y tomarlos aún calentitos bajo un edredón bien grandote con zumo de naranja y litros de queso crema. Y basta ya, que tengo hambre.
Tercera cosa: Un paseo en bici. Obviamente ésto no es para hacerlo ahora, sino cuándo el invierno levante un poco el pie y la nieve dé paso al slush (me encanta ese nombre por lo gráfico y preciso) y el slush dé paso a una orgía de hojas y flores verdes. Montreal es, paradójicamente, una ciudad diseñada para el buen tiempo: parques enormes y preciosos, kilómetros de carriles bici, y elegantes y decorativas escaleritas de acceso a los edificios que se convierten en trampas destinadas a provocar esguinces y muerte en cuánto llega la primera helada. Ya he contado que cuándo alquilé una bici para pasear por la Isla Notre-Dame se me cruzaron dos castores por el camino (o eran castores o nunca he visto una rata tan grande en la vida) y estuve a punto de caerme en el canal de remo (por suerte, era agosto). Otro paseo bonito es por el canal de Lachine, pero éste requiere más tiempo. Y, desde luego, si tienes la preparación física adecuada y los suficientes bofes, puedes intentar trepar por el Mont-Royal (luego, como ya sabrás, merece la pena).
Cuarta cosa: El Estadio Olímpico. Sabes que te has convertido en un montrealés cuándo tu primera reacción al ver el complejo construido para las Olimpiadas del 76 es maldecir como un arriero a los Juegos, a las obras, a las deudas y a Jean Drapeau. Salvo a Israel, dudo que haya alguna parte del mundo a la que el período 1975-1980 haya sentado bien, y Montreal no fue una excepción. Por esa época se terminó el nuevo Palacio de Justicia (también llamado "¡Viva, hormigón pretensado y vidrio ahumado!") que le sienta a la Ciudad Vieja como un grano en la nariz, y se inauguró el Estadio Olímpico. Ve a verlo: es indudablemente espectacular. Y una vez lo hayas visto y lo hayas admirado, que te cuenten la realidad: que fue inaugurado, que no terminado, que el techo plegable jamás ha funcionado, que tuvieron que cerrar el estadio porque se cayó UNA VIGA en medio de los graderíos (afortunadamente, no había nadie), que ahora, si no fuera por los Montréal Alouettes, estaría vacío, y, por si fuera poco, se salió tanto del presupuesto que tuvieron que organizar una lotería especial, y aun así, sólo se terminó de pagar en 2004. Y recordar que salvo Nadia Comaneci, Alberto Juantorena y Teófilo Stevenson, los Juegos de Montreal fueron una bazofia miserable que nadie vio, nadie aguantó y nadie quiere recordar.
Así que aquí queda tu regalo. ¡Feliz Año Nuevo!
Seguiremos informando.
Segunda cosa: Comer. Respeto, sin compartir, tu vegetarianismo, pero hasta tú has de reconocer que te privas de disfrutar de las típicas especialidades montrealesas. Si en algún momento decides que un día es un día, métete en la cola del boulevard Saint-Laurent con todos los demás y pídete (para llevar) un gran bocata de carne ahumada en Schwartz's. He de reconocer que no me atreví a enfrentarme a la heroica cola del restaurante, pero no me privé de mi bocata: me fui a Ben's, desgraciadamente hoy ya cerrado, y, superando mi habitual aversión a lo ahumado en nombre del turismo, me enfrenté al bicho. Lo primero que tengo que decir es que está sorprendentemente bueno; lo segundo es que, gracias a que la ley mosaica impide comer carne con sangre, la charcutería hebrea somete al trozo de pecho de vaca a tales tormentos que al final la sustancia ésta sabe a cualquier cosa menos a ternera. Si a ésto le sumamos las capas y capas de pepinillos, mostaza y chucrut, puedes terminarte tu bocata sin sentir la carne. Si aun así no te convences, podemos pasar a la guarrerida nacional de Quebec, la poutine, sobre la cuál creo que ya estarás más que bien informada. Dicen los puristas que es indispensable la salsa de carne, pero no es así: lo realmente importante son los pedazos de queso cuajado: deben estar absolutamente frescos, así que el plato (quicir) raramente resiste la exportación. Así que la mejor opción es hacértelas en casa: patatas fritas, queso cuajado (fromage en grains, dice el paquete) y una salsa de tomate natural y orégano (imprescindible que esté bien caliente). Si aún así te resistes a las guarreridas, pues, ya sabes: hacer la cola un domingo por la mañana en alguna de las panaderías judías del Mile End, llevarte una docena de bagels (recuerden: los bagels montrealeses han sido los primeros en ir al espacio) y tomarlos aún calentitos bajo un edredón bien grandote con zumo de naranja y litros de queso crema. Y basta ya, que tengo hambre.
Tercera cosa: Un paseo en bici. Obviamente ésto no es para hacerlo ahora, sino cuándo el invierno levante un poco el pie y la nieve dé paso al slush (me encanta ese nombre por lo gráfico y preciso) y el slush dé paso a una orgía de hojas y flores verdes. Montreal es, paradójicamente, una ciudad diseñada para el buen tiempo: parques enormes y preciosos, kilómetros de carriles bici, y elegantes y decorativas escaleritas de acceso a los edificios que se convierten en trampas destinadas a provocar esguinces y muerte en cuánto llega la primera helada. Ya he contado que cuándo alquilé una bici para pasear por la Isla Notre-Dame se me cruzaron dos castores por el camino (o eran castores o nunca he visto una rata tan grande en la vida) y estuve a punto de caerme en el canal de remo (por suerte, era agosto). Otro paseo bonito es por el canal de Lachine, pero éste requiere más tiempo. Y, desde luego, si tienes la preparación física adecuada y los suficientes bofes, puedes intentar trepar por el Mont-Royal (luego, como ya sabrás, merece la pena).
Cuarta cosa: El Estadio Olímpico. Sabes que te has convertido en un montrealés cuándo tu primera reacción al ver el complejo construido para las Olimpiadas del 76 es maldecir como un arriero a los Juegos, a las obras, a las deudas y a Jean Drapeau. Salvo a Israel, dudo que haya alguna parte del mundo a la que el período 1975-1980 haya sentado bien, y Montreal no fue una excepción. Por esa época se terminó el nuevo Palacio de Justicia (también llamado "¡Viva, hormigón pretensado y vidrio ahumado!") que le sienta a la Ciudad Vieja como un grano en la nariz, y se inauguró el Estadio Olímpico. Ve a verlo: es indudablemente espectacular. Y una vez lo hayas visto y lo hayas admirado, que te cuenten la realidad: que fue inaugurado, que no terminado, que el techo plegable jamás ha funcionado, que tuvieron que cerrar el estadio porque se cayó UNA VIGA en medio de los graderíos (afortunadamente, no había nadie), que ahora, si no fuera por los Montréal Alouettes, estaría vacío, y, por si fuera poco, se salió tanto del presupuesto que tuvieron que organizar una lotería especial, y aun así, sólo se terminó de pagar en 2004. Y recordar que salvo Nadia Comaneci, Alberto Juantorena y Teófilo Stevenson, los Juegos de Montreal fueron una bazofia miserable que nadie vio, nadie aguantó y nadie quiere recordar.
Así que aquí queda tu regalo. ¡Feliz Año Nuevo!
Seguiremos informando.