Hace 199 años, un cura se subió al campanario de un pueblo de Guanajuato y se puso a dar vivas a Fernando VII y a la Virgen de Guadalupe. Tan rústico acto fue el primer episodio de la que sería la independencia mexicana, y es origen de uno de mis rituales políticos favoritos. Tras la independencia, el campanario fue desmontado y la campana instalada sobre el balcón principal del Palacio Nacional, en la ciudad de México. Y todos los años, la noche antes al día de la Independencia, el presidente de la República sale al balcón, y ante una plaza llena hasta los topes con decenas de miles (sin exagerar) de personas, toca la campana con una cuerdecita instalada ad hoc mientras da vivas a México a pleno pulmón. El resultado (ojo, pieza de propaganda institucional), es más o menos éste.
Hay gente a la que toda ésta parafernalia le parecerá una tontería, pero a mí me gusta. Me gusta porque es un ritual de gran poder simbólico, y, lo que es más importante, de contenido absolutamente laico y cívico.
Muchos de mis lectores consideran una bendición la desvalorización del patriotismo que existe en nuestro país, derivada de la apropiación por el franquismo de los símbolos nacionales y de la propia idea de patriotismo.
Siento no estar de acuerdo. Estamos todos de acuerdo en que el ideal sería que todos los españoles fuesen modélicos ciudadanos capaces de racionalmente comprender que el sistema democrático es superior y que es imprescindible la educación y la participación para ejercer la ciudadanía en su plenitud, pero igualmente sabemos que en realidad estamos lejos de ese punto (pero, al contrario de la derecha, pienso que quizás un día los españoles podamos llegar a él)
Mientras ese día no llega, considero importante que los valores de civismo, educación, laicismo y democracia tengan una carga simbólica lo suficientemente fuerte como para poder quedar suficientemente imbricados en la ciudadanía como para resistir los embates de otros valores inferiores pero más populares por viscerales: violencia, ignorancia, puritanismo y autoritarismo.
Y, aunque son valores fuertes per se, ayuda muchísimo incorporarlos al triunvirato simbólico de cualquier país: patria, bandera e himno. Ayuda porque al convertirlos en valores fundamentales de la identificación nacional, resultan mucho más difíciles de abandonar u olvidar.
El problema fundamental es que la patria y la bandera de la izquierda española sigue siendo la República. La Transición no supuso una refundación simbólica de España: supuso la incorporación de la izquierda a una España que, simbólicamente, le sigue siendo ajena.
Ésto, aunque parezca estúpido, no lo es. Implica que, por mucho que nos esforcemos, nunca vamos a estar totalmente orgullosos de ser españoles; que nunca vamos a aceptar del todo como nuestro el país que estamos intentando construir. En consecuencia, que la motivación que podamos tener para cambiar España y convertirla en un lugar mejor y más justo va a estar permanentemente mellada. Lo que hará más fuertes proporcionalmente a los que quieren conservar las estructuras, ideas e injusticias del pasado.
Es un problema muy de fondo - como igualmente lo es su solución. Las opciones son: o dejamos atrás las naciones de una vez por todas (y alguien todavía me va a tener que explicar como, porque llevamos 250 años con lo mismo) o damos con la tecla que nos permita que, simbólicamente, España sea, por fin, el país de todos los españoles. A saber cuál opción es más difícil; una cosa está clara: para mañana no será.
Pero hay que empezar. Porque en tiempos como éstos, donde la tentación del populismo es más fuerte, es indispensable reforzar los valores fundamentales de la ciudadanía, con todos los medios que tengamos a nuestra disposición.
Seguiremos informando.
Hay gente a la que toda ésta parafernalia le parecerá una tontería, pero a mí me gusta. Me gusta porque es un ritual de gran poder simbólico, y, lo que es más importante, de contenido absolutamente laico y cívico.
Muchos de mis lectores consideran una bendición la desvalorización del patriotismo que existe en nuestro país, derivada de la apropiación por el franquismo de los símbolos nacionales y de la propia idea de patriotismo.
Siento no estar de acuerdo. Estamos todos de acuerdo en que el ideal sería que todos los españoles fuesen modélicos ciudadanos capaces de racionalmente comprender que el sistema democrático es superior y que es imprescindible la educación y la participación para ejercer la ciudadanía en su plenitud, pero igualmente sabemos que en realidad estamos lejos de ese punto (pero, al contrario de la derecha, pienso que quizás un día los españoles podamos llegar a él)
Mientras ese día no llega, considero importante que los valores de civismo, educación, laicismo y democracia tengan una carga simbólica lo suficientemente fuerte como para poder quedar suficientemente imbricados en la ciudadanía como para resistir los embates de otros valores inferiores pero más populares por viscerales: violencia, ignorancia, puritanismo y autoritarismo.
Y, aunque son valores fuertes per se, ayuda muchísimo incorporarlos al triunvirato simbólico de cualquier país: patria, bandera e himno. Ayuda porque al convertirlos en valores fundamentales de la identificación nacional, resultan mucho más difíciles de abandonar u olvidar.
El problema fundamental es que la patria y la bandera de la izquierda española sigue siendo la República. La Transición no supuso una refundación simbólica de España: supuso la incorporación de la izquierda a una España que, simbólicamente, le sigue siendo ajena.
Ésto, aunque parezca estúpido, no lo es. Implica que, por mucho que nos esforcemos, nunca vamos a estar totalmente orgullosos de ser españoles; que nunca vamos a aceptar del todo como nuestro el país que estamos intentando construir. En consecuencia, que la motivación que podamos tener para cambiar España y convertirla en un lugar mejor y más justo va a estar permanentemente mellada. Lo que hará más fuertes proporcionalmente a los que quieren conservar las estructuras, ideas e injusticias del pasado.
Es un problema muy de fondo - como igualmente lo es su solución. Las opciones son: o dejamos atrás las naciones de una vez por todas (y alguien todavía me va a tener que explicar como, porque llevamos 250 años con lo mismo) o damos con la tecla que nos permita que, simbólicamente, España sea, por fin, el país de todos los españoles. A saber cuál opción es más difícil; una cosa está clara: para mañana no será.
Pero hay que empezar. Porque en tiempos como éstos, donde la tentación del populismo es más fuerte, es indispensable reforzar los valores fundamentales de la ciudadanía, con todos los medios que tengamos a nuestra disposición.
Seguiremos informando.
1 comentario:
Gracias Thiago, me ha encantado. Sólo agregaría que México, como España, es una suma de nacionalidades diferentes en donde todos tenemos nuestras identidades regionales muy marcadas, pero podemos estar juntos como un solo país por un acto de voluntad de tal forma que ser regiomontano (por ejemplo) no significa dejar de ser mexicano. Es una suma que enriquece y no que divide. Ese trabajo de cohesión lo hizo en buena medida la escuela pública... son temas que dan mucho qué hablar.
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