jueves, 29 de octubre de 2009

Santos para un infierno

El caso de corrupción de Santa Coloma de Gramenet ha permitido que en la prensa conservadora saquen los rifles y vuelvan a apuntar a la, según ellos, sempiterna corrupción socialista. Y en la desconcertada prensa de izquierdas se vuelve al habitual debate: que si todos los políticos son iguales, que no se salva ninguno, etcétera, etcétera.

La declaración del presidente Montilla ayer apunta en ese sentido. Es un texto admirable, que suscribo plenamente, y que impulsa a algunas reflexiones.

No me volveré a extender en el papel que debe tener la política; es algo que sobre lo que ya he hablado suficientemente en los últimos meses, aquí y aquí.

En cualquier institución, pública o privada, la corrupción tiene un doble efecto: primero, incentiva a más corrupción (total, si roba éste, por qué no yo); y segundo, asquea primero y desanima después a aquellos que sí son honrados.

El primer efecto es el más grave a corto y medio plazo, pero el segundo es el más grave a largo plazo y el más difícil de quitar. Al fin y al cabo, existen mecanismos para castigar la corrupción, pero la desilusión de la gente honrada es mucho más indeleble. En muchísimos casos, la desilusión se hace tan generalizada y tan permanente que la honradez se convierte en desprestigio: "El que no llora no mama / y el que no afana es un gil", que escribió Discépolo.

El problema es que la corrupción no está tan generalizada como nos podemos ver tentados a creer por la sabiduría popular.

Ésto puede llegar a ser reconocible en, por ejemplo, nuestros puestos de trabajo - donde invariablemente hay una o dos personas con un rostro del tamaño del Monte Rushmore, pero que, en la inmensa mayoría de los casos, son los menos - pero no en la política.

Y ésto es porque los políticos tienen, en principio, mayores expectativas que satisfacer que el subdirector comercial de turno. Cuánto mayores las expectativas, mayores las decepciones - mayor y más prolongado el desprestigio. Cada nuevo caso de corrupción acumula con el anterior, con el anterior y con el anterior, y así sucesivamente.

Si a ésto le sumamos el sustrato de desprestigio de la política heredado del franquismo y sobre el que tantas veces he hablado, deriva en que la imagen pública que tiene la ciudadanía de la política en general es la de un erial hediondo donde no hay nada que salga limpio.

Y no podemos pedir milagros. Si insistimos constantemente en que ser político, o estar metido en política, es automáticamente ser un imbécil o un canalla, disuadimos de tal manera a la gente que pueda estar interesada en ponerse a disposición de la ciudadanía para mejorar la vida de todos (que, al fin y al cabo, es lo que viene a ser la política) que, al final, los únicos interesados en política son, efectivamente, los imbéciles y los canallas.

Es más difícil aún si recordamos que, en democracia, es muy difícil que nadie te agradezca nada. A ojos de la ciudadanía en general, para sus políticos/as, el cielo es el límite - y casi nadie llega al cielo. Hay que asumir que si vas a dedicarte a trabajar para los demás, el 99,5% de lo que te vas a llevar de boca de otros son palos.

Necesitamos gente altruista, desinteresada y generosa - y, no, no tiene que ver con el partido político. Y sólo podremos convencerles de que vale la pena si damos ejemplo, cada día, de que se pueden hacer las cosas bien. Y cuesta cien veces más que hacer las cosas mal.

¿Quién ha dicho que fuese fácil?

Seguiremos informando.

2 comentarios:

Pablo Herreros dijo...

Aunque te pueda parecer un contrasentido, estoy absolutamente de acuerdo con tu artículo, que es casi antitético al mío: http://comunicacionsellamaeljuego.com/ni-un-segundo-mas-tolerancia-cero-frente-a-los-politicos/

Viva la discusión inteligente ;)

PSOE dijo...

¡Nosotr@s más!