Como probablemente no sepan - soy así de gañán publicitando los detalles de mi vida privada - hace un par de semanas fue mi cumpleaños.
Tengo la suerte de que todos mis amigos son gente excelente - y he recibido de ellos enormes muestras de afección y simpatía por las que estoy enormemente agradecido. Es difícil llegar a explicar lo importantes que sois para mí y lo mucho que os aprecio, sobre todo cuándo soy en general tan torpón a la hora de expresar mis sentimientos. Así que, en la medida de lo posible, gracias.
El mejor regalo que he recibido por mi cumpleaños es sin duda el afecto de mis amigos, pero los obsequios recibidos en un plano más material tampoco le van a la zaga. Así, por un lado, gran parte de mis amistades han conspirado para que vista como la persona avanzada y elegante que soy y no como un recién salido de las rebajas de C&A de 2004: de ésta vez he de decir que han tenido un notable éxito, y que pienso llevar sus regalos durante todo el invierno. Mi hermano el Mat me regaló un juego de la PlayStation al que procuro atacar durante mis largos viajes en tren; mis padres y algunos de mis amigos, que saben por dónde van los tiros, me han regalado libros que he procedido a devorar con fruición.
Pero, sin desmerecer a los demás, el regalo que más me ha conmovido ha sido el nuevo blog de mi maestro, el Cuervo Blanco. Como saben si me leen a menudo, mi maestro y yo tenemos la ya establecida costumbre de quedar todos los jueves a comer - generalmente guarreridas de la peor clase, tipo pollo frito - y a hablar durante horas; y al contrario que en los patrones habituales de conversación bohemio-cultureta, solemos empezar primero con las banalidades, para luego embreñarnos en sesudos debates sobre filosofía, política y cultura.
Si normalmente me resulta complicado hablar de mis amigos por miedo a que mis palabras les desmerezcan, cuanto menos hablar del Cuervo. Hace ya un año o más que le trato casi exclusivamente de Maestro o alguna variación o traducción del término, y, al contrario que casi todo en la vida, en éste caso no lo hago de forma baladí. El primer motivo por el cuál lo hago es el evidente: porque, a diario, se esfuerza de forma concienzuda en poder ser oficialmente (y, lo que es más importante desde un punto de vista práctico, poder cobrar por ello) lo que ya es hace tiempo: profesor de Filosofía. El segundo motivo es porque si el grado de admiración que tengo por las personas viene dado por lo que de ellas aprendo, una de las personas a las que más admiro es, precisamente, a Cuervo Blanco - de ahí, lo de Maestro.
Y aprendo de mi amigo doblemente: primero, por su profunda cultura en temas de filosofía y sociología, temas que los que yo, como politólogo educado en el compartimentado mundo de la universidad española (sigh), he tenido y tengo un conocimiento tangencial; segundo, y mucho más importante, por su falta de temor a la hora de confrontar su conocimiento con el mío y con el de cualquiera.
Explicaré ésto de forma cutresalchichera como corresponde a un diletante como es un servidor. Prácticamente toda historia de la filosofía occidental empieza con Sócrates. Si hemos de creer a Platón (y no veo motivo para dudar del Tocho), el genio de Sócrates estuvo en descubrir que el intercambio de ideas, que la confrontación de opiniones, en suma, el diálogo, es la herramienta ideal para llegar a la verdad; el instrumento que llega donde un filósofo solo no puede, porque, en casi cualquier circunstancia, dos cerebros razonan mejor que uno.
Pero para una mayéutica en condiciones, necesitas al menos un Sócrates: alguien que, en éstos tiempos tan conturbados y relativistas donde ningún pensamiento se atreve a ser sólido, no se avergüence de pensar lo que piensa y ponerlo sobre la mesa. Es ese valor que tiene en declararse claramente partidario o adversario de una idea que abre la veda; que me permite declararme a favor o en contra, y construir conjuntamente a partir de ahí. Parece sencillo, pero no lo es; de ahí el mérito. En mi descargo he de decir que ante la apertura socrática de hostilidades intelectuales, un servidor no se ha limitado a hacer lo que los sparrings de Sócrates y Platón, es decir, repetir constantemente "es evidente" y pedir más y más copas de retsina con agua.
Ahora mi maestro, haciendo por fin caso a mis insistentes requerimientos, ha decidido pasar los debates de los jueves por la tarde a Internet. Obviamente, soy el primero en mostrarme entusiasmado. Al principio creo que sólo mis arterias me lo agradecerán. Pero si permanecen atentos a sus pantallas, creo que le sacarán partido.
Seguiremos informando.
Tengo la suerte de que todos mis amigos son gente excelente - y he recibido de ellos enormes muestras de afección y simpatía por las que estoy enormemente agradecido. Es difícil llegar a explicar lo importantes que sois para mí y lo mucho que os aprecio, sobre todo cuándo soy en general tan torpón a la hora de expresar mis sentimientos. Así que, en la medida de lo posible, gracias.
El mejor regalo que he recibido por mi cumpleaños es sin duda el afecto de mis amigos, pero los obsequios recibidos en un plano más material tampoco le van a la zaga. Así, por un lado, gran parte de mis amistades han conspirado para que vista como la persona avanzada y elegante que soy y no como un recién salido de las rebajas de C&A de 2004: de ésta vez he de decir que han tenido un notable éxito, y que pienso llevar sus regalos durante todo el invierno. Mi hermano el Mat me regaló un juego de la PlayStation al que procuro atacar durante mis largos viajes en tren; mis padres y algunos de mis amigos, que saben por dónde van los tiros, me han regalado libros que he procedido a devorar con fruición.
Pero, sin desmerecer a los demás, el regalo que más me ha conmovido ha sido el nuevo blog de mi maestro, el Cuervo Blanco. Como saben si me leen a menudo, mi maestro y yo tenemos la ya establecida costumbre de quedar todos los jueves a comer - generalmente guarreridas de la peor clase, tipo pollo frito - y a hablar durante horas; y al contrario que en los patrones habituales de conversación bohemio-cultureta, solemos empezar primero con las banalidades, para luego embreñarnos en sesudos debates sobre filosofía, política y cultura.
Si normalmente me resulta complicado hablar de mis amigos por miedo a que mis palabras les desmerezcan, cuanto menos hablar del Cuervo. Hace ya un año o más que le trato casi exclusivamente de Maestro o alguna variación o traducción del término, y, al contrario que casi todo en la vida, en éste caso no lo hago de forma baladí. El primer motivo por el cuál lo hago es el evidente: porque, a diario, se esfuerza de forma concienzuda en poder ser oficialmente (y, lo que es más importante desde un punto de vista práctico, poder cobrar por ello) lo que ya es hace tiempo: profesor de Filosofía. El segundo motivo es porque si el grado de admiración que tengo por las personas viene dado por lo que de ellas aprendo, una de las personas a las que más admiro es, precisamente, a Cuervo Blanco - de ahí, lo de Maestro.
Y aprendo de mi amigo doblemente: primero, por su profunda cultura en temas de filosofía y sociología, temas que los que yo, como politólogo educado en el compartimentado mundo de la universidad española (sigh), he tenido y tengo un conocimiento tangencial; segundo, y mucho más importante, por su falta de temor a la hora de confrontar su conocimiento con el mío y con el de cualquiera.
Explicaré ésto de forma cutresalchichera como corresponde a un diletante como es un servidor. Prácticamente toda historia de la filosofía occidental empieza con Sócrates. Si hemos de creer a Platón (y no veo motivo para dudar del Tocho), el genio de Sócrates estuvo en descubrir que el intercambio de ideas, que la confrontación de opiniones, en suma, el diálogo, es la herramienta ideal para llegar a la verdad; el instrumento que llega donde un filósofo solo no puede, porque, en casi cualquier circunstancia, dos cerebros razonan mejor que uno.
Pero para una mayéutica en condiciones, necesitas al menos un Sócrates: alguien que, en éstos tiempos tan conturbados y relativistas donde ningún pensamiento se atreve a ser sólido, no se avergüence de pensar lo que piensa y ponerlo sobre la mesa. Es ese valor que tiene en declararse claramente partidario o adversario de una idea que abre la veda; que me permite declararme a favor o en contra, y construir conjuntamente a partir de ahí. Parece sencillo, pero no lo es; de ahí el mérito. En mi descargo he de decir que ante la apertura socrática de hostilidades intelectuales, un servidor no se ha limitado a hacer lo que los sparrings de Sócrates y Platón, es decir, repetir constantemente "es evidente" y pedir más y más copas de retsina con agua.
Ahora mi maestro, haciendo por fin caso a mis insistentes requerimientos, ha decidido pasar los debates de los jueves por la tarde a Internet. Obviamente, soy el primero en mostrarme entusiasmado. Al principio creo que sólo mis arterias me lo agradecerán. Pero si permanecen atentos a sus pantallas, creo que le sacarán partido.
Seguiremos informando.