Siempre cuento ésta historia.
Cuándo tenía dieciséis años vi Martín (Hache). Para quién no haya visto la película, trata de un chaval argentino llamado Martín (Juan Diego Botto), residente en Buenos Aires y de padres divorciados. La vida de excesos y drojas en la capital argentina le llevan a un mal estado y se va a vivir con su padre, también llamado Martín (Federico Luppi) un director teatral que vive en Madrid. La película trata del daño que hacemos a las personas que nos quieren y queremos: Martín hijo (o "hache", de ahí el título de la película) hacía daño a los demás poniendo en peligro su propia vida de forma irresponsable; Martín padre hacía daño a los demás desde su terrible torre de marfil, construida a base de contención y orgullo, desde la cuál obviaba toda sensibilidad y se dedicaba a destruir a las personas que aún le dedicaban atención.
Algunos amigos míos me han contado que, al ver la película, se sentían identificados con Martín hijo. Yo, con dieciséis años, me sentí identificado con Martín padre. Y no me gustó lo que vi. Me propuse a mí mismo no convertirme en lo que Martín padre era: un hombre que, alzado en su poderío intelectual y la ególatra autosatisfacción que le proporcionaba, se quedaba cada vez más solo y destruía la vida de los que les rodeaba. Durante diez años pensé que había tenido éxito.
Hasta hoy.
Desde que volví de Rotterdam, en mi cabeza estaba la idea de irme de casa; un trabajo de nueve a cinco, de lunes a viernes, amigos los fines de semana, en fin, la vida sencilla del burgués acomodado. Sabía qué quería hacer, y tenía una vaga idea de como hacerlo. Discutiendo ésta noche con mis padres (que al contrario de lo que es usual no le ven tanta urgencia al irme de casa), de lo que me he dado cuenta hoy es por qué realmente quería hacerlo.
Y era para convertirme en Martín Echenique.
Ha sido una catarsis terrible y he llorado como hacía tiempo que no lo hacía. Me he dado cuenta de que me he convertido en la persona que no quería ser; un tipo que oculta sus sentimientos y se pone como excusa el no querer estorbar, pero en realidad no quiere entrar en la vida de los demás y que los demás no entren en la suya; interesado (al menos públicamente) sólo en sus frikismos, su música y su conocimiento enciclopédico. Un hombre que no quiere sentir porque no quiere dejar en su vida espacio para lo incontrolable. Y no lo quiere hacer porque le tiene miedo a lo incontrolable. Un miedo atroz.
Hay gente que no resuelve éstos problemas nunca. Viven vidas aparentemente productivas y pueden llegar a contener su frustración de manera tan efectiva que pueden hasta creerse que no tienen éste problema.
Pero no quiero vivir así, apartándome de lo que no puedo controlar por miedo a equivocarme, a fracasar, a perder el rumbo. No quiero, pero no conozco otra cosa, y me da mucho, muchísimo miedo cambiar.
Estoy muy perdido.
Seguiremos informando.
Cuándo tenía dieciséis años vi Martín (Hache). Para quién no haya visto la película, trata de un chaval argentino llamado Martín (Juan Diego Botto), residente en Buenos Aires y de padres divorciados. La vida de excesos y drojas en la capital argentina le llevan a un mal estado y se va a vivir con su padre, también llamado Martín (Federico Luppi) un director teatral que vive en Madrid. La película trata del daño que hacemos a las personas que nos quieren y queremos: Martín hijo (o "hache", de ahí el título de la película) hacía daño a los demás poniendo en peligro su propia vida de forma irresponsable; Martín padre hacía daño a los demás desde su terrible torre de marfil, construida a base de contención y orgullo, desde la cuál obviaba toda sensibilidad y se dedicaba a destruir a las personas que aún le dedicaban atención.
Algunos amigos míos me han contado que, al ver la película, se sentían identificados con Martín hijo. Yo, con dieciséis años, me sentí identificado con Martín padre. Y no me gustó lo que vi. Me propuse a mí mismo no convertirme en lo que Martín padre era: un hombre que, alzado en su poderío intelectual y la ególatra autosatisfacción que le proporcionaba, se quedaba cada vez más solo y destruía la vida de los que les rodeaba. Durante diez años pensé que había tenido éxito.
Hasta hoy.
Desde que volví de Rotterdam, en mi cabeza estaba la idea de irme de casa; un trabajo de nueve a cinco, de lunes a viernes, amigos los fines de semana, en fin, la vida sencilla del burgués acomodado. Sabía qué quería hacer, y tenía una vaga idea de como hacerlo. Discutiendo ésta noche con mis padres (que al contrario de lo que es usual no le ven tanta urgencia al irme de casa), de lo que me he dado cuenta hoy es por qué realmente quería hacerlo.
Y era para convertirme en Martín Echenique.
Ha sido una catarsis terrible y he llorado como hacía tiempo que no lo hacía. Me he dado cuenta de que me he convertido en la persona que no quería ser; un tipo que oculta sus sentimientos y se pone como excusa el no querer estorbar, pero en realidad no quiere entrar en la vida de los demás y que los demás no entren en la suya; interesado (al menos públicamente) sólo en sus frikismos, su música y su conocimiento enciclopédico. Un hombre que no quiere sentir porque no quiere dejar en su vida espacio para lo incontrolable. Y no lo quiere hacer porque le tiene miedo a lo incontrolable. Un miedo atroz.
Hay gente que no resuelve éstos problemas nunca. Viven vidas aparentemente productivas y pueden llegar a contener su frustración de manera tan efectiva que pueden hasta creerse que no tienen éste problema.
Pero no quiero vivir así, apartándome de lo que no puedo controlar por miedo a equivocarme, a fracasar, a perder el rumbo. No quiero, pero no conozco otra cosa, y me da mucho, muchísimo miedo cambiar.
Estoy muy perdido.
Seguiremos informando.
3 comentarios:
No opino eso, opino todo lo contrario, que tienes un gran corazón y siempre estás ahí para los que te necesitan; es simplemente, que nunca te acostumbrarás a estar solo y por eso parece que te escondes, pero tu y yo sabemos que necesitamos una fiesta de los dadillos.
Comprensible...te aseguro que no es una etapa extraña o excepcional. ¿Solución? Te invito a un cubata (y te lo bebes). Hasta lo incontrolable se controla. Sólo hay que aprender a ser "peor" persona.
¡¡¡Rodarán cabezas, vive la France!!!
Tenemos derecho a torcernos, a que esto se conjugue con las declinaciones de lo injusto, para a continuacion olvidar lo que nos atormenta y comenzar de nuevo la diversion.
Pero sorprendentemente, nadie se siente comodo con este sentimiento tan desacentuado e ilimitado...
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